Destino Final: Lazos de Sangre revitaliza con ingenio y estilo una saga marcada por la muerte como espectáculo, introduciendo el legado familiar como nueva maldición.
Destino Final: Lazos de sangre (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Zach Lipovsky y Adam B. Stein
Reparto: Kaitlyn Santa Juana, Brec Bassinger, Richard Harmon, Teo Briones y Tony Todd
Estreno en cines
Durante más de una década, Destino Final —esa longeva saga donde la muerte se disfraza de accidente absurdo y el azar se vuelve asesino— permaneció en silencio. Tal pausa prolongada podría parecer una sentencia de muerte para cualquier franquicia. Pero quizá lo revelador no sea su ausencia, sino el momento elegido para regresar.
En este intervalo de tiempo, el cine de terror ha vivido una transformación sustancial. Por un lado, emergió lo que muchos han denominado “el terror elevado”: un subgénero donde las películas cargan con un tono más sofisticado, introspectivo y estilizado, películas comoThe Babadook (2014), Hereditary (2018) o Longlegs (2023) integran este tipo de cine, cuya fórmula es juegar con el trauma psicológico de sus personajes, y no por nada los directores de esas películas toman la herencia estética de autores como Kubrick, Polanski o Nicolas Roeg, dejando de lado los placeres más viscerales y sensoriales del horror tradicional.
Frente a ese panorama, el regreso de Destino Final podría parecer anacrónico. Sin embargo, Lazos de Sangre (título original: Final Destination: Bloodlines) no solo revive la fórmula, sino que la subvierte con astucia. Dirigida por Zach Lipovsky y Adam B. Stein —el dúo que ya había demostrado ingenio visual con Freaks (2018)—, esta entrega no busca competir con el nuevo terror desde la pretensión artística, sino que se posiciona como una celebración autoconsciente del artificio, del espectáculo mórbido y del horror como experiencia lúdica y colectiva.
Lejos de renunciar a la sofisticación, los directores imprimen una estética decadente y estilizada que amplifica el absurdo inherente a la franquicia. El resultado es una película que no se toma demasiado en serio, pero que demuestra una comprensión aguda del cine de género: sabe cuándo frenar, cuándo sugerir, y cuándo entregarse sin reservas al exceso visual.

El filme inicia con una escena, que es quizás, la más ambiciosa de toda la saga. Ambientada en los años 60, presenta a Iris (Brec Bassinger), una joven con los ojos vendados que, irónicamente, será la primera en “ver” el futuro. Su novio la conduce en un lujoso automóvil a una cita sorpresa: la inauguración de un restaurante suspendido en lo alto de un mirador, donde los cristales del suelo permiten vistas vertiginosas de la ciudad. La secuencia, que combina la atmósfera nostálgica con una coreografía de cámara calculada, está acompañada por la interpretación en vivo de “Shout” de The Isley Brothers, generando un ambiente tan animado como ominoso.
Quienes conocen la lógica interna de Destino Final —premoniciones seguidas de catástrofes inevitables— sabrán que esta escena no augura nada bueno. Sin embargo, Bloodlines no se precipita: cultiva la tensión con elegancia, cuidando el tempo emocional y visual antes de detonar el caos. El desastre inminente no solo funciona como catalizador dramático, sino que sirve como prólogo mitológico: un gesto fundacional que reescribe el origen de la maldición que definirá a toda la franquicia.
Décadas después, en el presente, conocemos a Stefani (Kaitlyn Santa Juana), nieta de Iris, quien sufre problemas de sueño a causa de estar soñando con la premonición de Iris cada noche, lo que la impulsa a investigar secretos familiares enterrados durante generaciones. Esta vez, la muerte no persigue únicamente a los sobrevivientes del accidente frustrado, sino que se cierne sobre quienes han heredado la “deuda” de desafiar su designio.
Este giro narrativo introduce una dimensión inédita en la franquicia: la herencia como condena. La película articula una reflexión —por momentos sugerente— sobre el linaje, el destino trágico y la imposibilidad de escapar del pasado. La muerte deja de ser un castigo individual para convertirse en una maldición genética, casi mítica.

Santa Juana construye una protagonista emocionalmente agotada pero determinada, mientras que Richard Harmon aporta carisma y contradicción a su papel de primo sarcástico y sensible, uno de los pocos personajes por los que el espectador podría genuinamente desear la supervivencia. En una franquicia construida para ver morir a todos de manera espectacular, ese gesto empático es inusualmente refrescante.
El regreso de Tony Todd como William Bludworth —el siniestro funerario que ha guiado a los personajes desde la primera película— funciona como eje simbólico y emocional. El actor, fallecido durante el rodaje, este aparece por última vez en pantalla ofreciendo un monólogo que roza lo poético: una despedida improvisada que condensa el espíritu de la franquicia. No se trata solo de temer a la muerte, sino de aprender a saborear lo que precede su llegada.
Las secuencias de muerte siguen siendo el plato fuerte. En Bloodlines, estas muertes adquieren una coreografía absurda y casi cómica, reminiscentes del slapstick de Buster Keaton: herramientas de jardinería, resonancias magnéticas, ventiladores de techo y troncos se convierten en instrumentos letales. Pero lo notable aquí es que los directores no se conforman con la repetición. Cada muerte contiene guiños al pasado —autobuses, barbacoas, camas solares— que funcionan como fan service, sí, pero también como piezas de una maquinaria narrativa más amplia. En algunos momentos, incluso se insinúa una melancolía que rara vez habíamos visto en entregas anteriores.
Destino Final: Lazos de Sangre consigue lo que muy pocos reinicios logran: revitalizar una fórmula sin traicionarla, expandir una mitología sin sofocarla. Lipovsky y Stein entienden que el encanto de Destino Final radica no en la sofisticación, sino en el equilibrio entre lo grotesco y lo cómico, sabiendo lo que es la película.