La Muerte de un Unicornio, es una mezcla de sátira social, comedia negra y horror fantástico que busca retratar la avaricia capitalista con tintes míticos que no siempre logra funcionar en su tono y en su crítica social.
La muerte de un Unicornio (2025)
Puntuación:★★½
Dirección: Alex Scharfman
Reparto: Paul Rudd, Jenna Ortega, Will Poulter, Anthony Carrigan,Tea Leoni y Richard E. Grant
Disponible: VOD Google Play
En su ópera prima, La Muerte de un Unicornio, el guionista y director Alex Scharfman conjura una criatura mítica para dar forma a una parábola inquietante sobre la codicia, el duelo y la desconexión moral del capitalismo tardío. Los unicornios, símbolos ancestrales de pureza y sanación, se transforman aquí en entidades ambivalentes: tan mágicos como aterradores, tan curativos como letales. Esta ambigüedad atraviesa el corazón del filme, una amalgama de sátira social, comedia negra y horror fantástico que, aunque rebosa audacia conceptual, tropieza con una ejecución irregular que impide que sus múltiples registros narrativos logren una cohesión plena.
Protagonizada por Paul Rudd y Jenna Ortega, la película sigue a Elliot, un abogado corporativo, y su hija adolescente Ridley, quienes atropellan accidentalmente a un unicornio en su camino hacia la finca de su jefe en las Montañas Rocosas. Este insólito incidente desencadena una serie de acontecimientos tan grotescos como reveladores: al tocar el cuerno del animal moribundo, Ridley establece un vínculo psíquico con la criatura, mientras que Elliot, cegado por la promesa del capital, opta por ocultar el suceso. Lo que comienza como una anécdota absurda rápidamente muta en una fábula oscura cuando el jefe de Elliot, el inescrupuloso magnate farmacéutico Odell Leopold, advierte el potencial medicinal del unicornio y planea su explotación comercial.
Scharfman articula esta historia con un tono que oscila entre lo paródico y lo trágico. En su puesta en escena, la incredulidad ante lo fantástico se desvanece con rapidez: los personajes reaccionan al hallazgo de un unicornio con una indiferencia casi burocrática, un gesto que expone la anestesia moral de una clase dirigente demasiado ocupada en monetizar lo extraordinario como para detenerse a contemplar su belleza. La sátira apunta, sin sutilezas, a la industria farmacéutica y su histórica insensibilidad, en particular evocando el legado de los Sackler y el desastre actual del opioide en EE.UU.

Sin embargo, a pesar de su tono irreverente, la crítica social de La Muerte de un Unicornio carece de profundidad. La película se limita a repetir con cierta desgana las convenciones del subgénero “eat the rich”, transitado recientemente por títulos como The Menu, Knives Out o Parásitos. Los personajes de la familia Leopold —arquetipos del narcisismo oligárquico— están trazados con escasa complejidad, cumpliendo más la función de caricaturas moralizantes que de sujetos dramáticos con peso específico. Incluso el protagonista, Elliot, cuya caída moral podría haber sido el eje ético del relato, se diluye en una interpretación que nunca termina de abrazar la contradicción ni el remordimiento.
Donde el filme encuentra sus momentos más lúcidos es en la relación entre Ridley y el unicornio. Ortega, en una actuación sutil pero sólida, encarna la conciencia del relato: una joven aún capaz de asombro, aún no corrompida por la lógica transaccional del mundo adulto. Su conexión espiritual con el animal se convierte en una metáfora del duelo, del deseo de aferrarse a algo puro en un entorno que no deja espacio para lo sagrado. El vínculo con lo mítico —evocado incluso a través de tapices medievales en el Museo Metropolitano— aporta una textura melancólica y profundamente simbólica al relato, un respiro poético en medio de la estridencia narrativa.
En términos formales, Scharfman propone una estética cuidada, con una fotografía que contrasta la majestuosa serenidad del paisaje montañoso con los interiores recargados de la mansión Leopold, símbolo del aislamiento de las élites. No obstante, los efectos especiales que dan vida a los unicornios, aunque funcionales, delatan las limitaciones presupuestarias de la producción y restan impacto a las secuencias de horror. El clímax —una violenta revuelta animal que recuerda a la naturaleza vengadora de clásicos como The Birds o Annihilation— ofrece una catarsis visual que, si bien entretenida, se percibe como tardía y desconectada de un desarrollo emocional más profundo.
Al final, La Muerte de un Unicornio es un ejercicio de ambición temática que no siempre alcanza la altura de sus referentes. En su mejor versión, es un alegato sobre la fragilidad del mundo natural ante la voracidad humana; en su peor, una sátira derivativa que se contenta con repetir lugares comunes. Sin embargo, en sus breves momentos de magia —en la mirada herida de Ridley, en la aparición fantasmal de un unicornio bajo una luz violeta— la película vislumbra una sensibilidad capaz de conmover. Lástima que esa chispa se disipe entre tanta ironía y ruido. Porque, como sugiere el título, quizá lo más trágico no sea la muerte de un unicornio, sino la imposibilidad de creer en su existencia.