La balada de la Isla es una comedia melancólica que combina humor excéntrico y emoción contenida para explorar la nostalgia, el duelo y la conexión humana a través de un concierto privado en una isla remota.
La balada de la Isla (2025)
Puntuación:★★★★
Dirección: James Griffiths
Reparto: Tim Key, Tom Basden, Carey Mulligan, Sian Clifford y Akemnji Ndifornyen
Disponible: VOD Google Play
La balada de la isla, de James Griffiths entreteje con habilidad una comedia melancólica que oscila entre la excentricidad típicamente británica y un patetismo contenido, generando una armonía tonal que recuerda a las mejores obras de John Carney, con su nostalgia melódica y su humanismo musical. Griffiths, junto a los guionistas e intérpretes Tom Basden y Tim Key, construye una pieza que se desliza suavemente entre el absurdo costumbrista y la emoción genuina, en un relato íntimo que explora la pérdida, el reencuentro y la persistente necesidad de conexión.
La película, que retoma y expande el universo presentado en el cortometraje The One and Only Herb McGwyer Plays Wallis Island (2007), una isla ficticia ubicada en algún lugar cerca del Reino Unido. Este escenario, a la vez aislado y emocionalmente cargado, se convierte en un microcosmos donde los personajes enfrentan no solo al otro, sino a sí mismos. Herb McGwyer (Basden), un músico folk venido a menos, llega a la isla por invitación de Charles (Key), un anfitrión tan encantador como torpemente intenso, quien lo recibe con efusiva admiración y una pizarra de bienvenida en lugar de un muelle.
La torpeza social de Charles, salpicada de juegos lingüísticos y ocurrencias surrealistas —como su referencia a una caída al mar como “estar empapado de Dame Judi”—, lo sitúa en la estirpe de personajes entrañablemente excéntricos del imaginario británico, junto a figuras como Alan Partridge o David Brent. No obstante, bajo su humor desenfadado se esconde una capa más compleja de vulnerabilidad, en la que el duelo y la soledad se revelan con sutileza progresiva. Key encarna este equilibrio con una mezcla de contención y comicidad que sostiene gran parte del tono del filme.
La trama, aunque sencilla en su arquitectura, se torna profundamente resonante a medida que se despliega. Charles ha organizado un concierto privado con su ídolo Herb, pero también ha invitado a Nell Mortimer (Carey Mulligan), antigua compañera artística y ex pareja sentimental del músico. Lo que comienza como un gesto de fanatismo amable pronto se convierte en una oportunidad de confrontación emocional: antiguos conflictos no resueltos, heridas aún abiertas y la nostalgia por un pasado compartido resurgen con fuerza.

Mulligan, en un registro contenido y elegante, dota a Nell de una complejidad calmada. Ella parece haber rehecho su vida —acompañada de su esposo Michael (Akemnji Ndifornyen)—, pero no ha escapado del todo de la sombra del dúo McGwyer-Mortimer. Su deseo de reconectar con la creatividad contrasta con el estancamiento emocional de Herb, cuya carrera en solitario ha devenido en parodia de sí mismo. Este contrapunto se convierte en el corazón dramático del filme, donde la música, lejos de ser un mero elemento decorativo, actúa como vehículo expresivo y catártico.
Las canciones originales, firmadas por Basden, poseen un aire folclórico encantador, aunque no necesariamente memorables en lo melódico; son las letras las que anclan la emoción, sirviendo como confesión indirecta de los personajes. El diseño visual, a cargo del director de fotografía G Magni Agustsson, refuerza la atmósfera tonal del filme: una iluminación suave, casi melosa, tiñe las secuencias nocturnas con un aire contemplativo que contrasta con la sobriedad naturalista del día, marcando así la transición entre lo íntimo y lo cotidiano.
Griffiths demuestra un control tonal notable, evitando que el sentimentalismo se imponga al humor, pero permitiendo que la emoción fluya cuando más se necesita. En este sentido, los gags visuales —como el recurrente chorro de agua de un grifo mal cerrado— adquieren una dimensión poética, funcionando tanto como respiro cómico como metáfora silenciosa del dolor contenido.
La película logra un equilibrio peculiar: en su superficie, es una comedia ligera con personajes excéntricos en un entorno pintoresco; sin embargo, bajo su caparazón humorístico late un relato profundamente humano sobre las pérdidas del tiempo, la memoria afectiva y las formas que toma el duelo. La historia de Charles, que revela haber organizado el concierto como un tributo a su difunta esposa —la verdadera fanática del dúo—, resignifica toda la acción previa y dota al filme de una inesperada dimensión elegíaca.
La balada de la isla es, finalmente, una película sobre los ecos del pasado en el presente, sobre lo que perdura incluso cuando creemos haberlo dejado atrás. Su estructura narrativa, aunque no exenta de decisiones convenientes (como la rápida eliminación de Michael o el subdesarrollo del personaje de Amanda, interpretado con chispa por Sian Clifford), encuentra en sus personajes principales un anclaje emocional sincero que sostiene el conjunto.