Mazel Tov es una tragicomedia familiar que, con sensibilidad y honestidad, aborda el duelo, los vínculos rotos y el peso de las tradiciones en clave latinoamericana.
Mazel Tov (2025)
Puntuación: ★★★
Dirección: Adrián Suar
Reparto: Adrián Suar, Natalie Pérez, Fernán Mirás, Benjamín Rojas y Alberto Ajaka,
Disponible en Disney Plus
En Mazel Tov, Adrián Suar encuentra una síntesis madura entre la comedia coral y el drama íntimo, articulando un relato que, sin abandonar del todo los registros del cine comercial argentino, se permite transitar zonas emocionales más complejas y menos complacientes. Lejos de ser una simple “comedia judía”, como podría sugerir su título y ciertos rituales narrativos (el Bat Mitzvá, la boda, el funeral), la película se inserta en un terreno híbrido: el de la tragicomedia familiar donde lo identitario, lo afectivo y lo cultural se cruzan con fuerza. Esta hibridez —tan propia del cine latinoamericano cuando intenta escapar de los binarismos de género— permite leer Mazel Tov como una exploración de la herencia emocional y la fractura familiar dentro de un contexto sociocultural marcado por la diáspora, la migración y la tensión entre tradición y modernidad.
Darío Roitman, el personaje encarnado por Suar, no es solo un padre ausente o un hermano que vuelve al hogar, sino la figura desplazada de un linaje emocional roto. Su exilio en Estados Unidos no es solo físico, sino simbólico: es el desprendimiento del afecto latino, de la raíz judía, del compromiso con la comunidad. Su regreso al hogar, disparado por la muerte del padre, se convierte así en una especie de descenso a los infiernos familiares donde afloran los conflictos de clase, las rivalidades fraternales, los mandatos religiosos y las heridas no cerradas.
En este sentido, Mazel Tov dialoga con una de las grandes obsesiones del cine latinoamericano reciente: el trauma familiar como metáfora del trauma colectivo. Como en el cine de Daniel Burman —referente inevitable aquí—, el humor no funciona como alivio, sino como vehículo para tensionar las emociones. Solarz no busca redenciones fáciles ni finales felices. El conflicto se mantiene abierto, los personajes no “aprenden una lección” ni cierran ciclos con frases edificantes. La reconciliación, si existe, es apenas un gesto: un abrazo torpe, una mirada desviada, una aceptación tácita de que no todo puede repararse.
Aunque los elementos del judaísmo están presentes —rituales, palabras en hebreo, figuras arquetípicas como el patriarca o la madre controladora—, el film evita exotizar esa dimensión. En lugar de presentar “una comunidad judía” como curiosidad cultural, la utiliza como un lenguaje emocional compartido. Aquí lo judío funciona como una forma de nombrar el duelo, la tradición y la culpa, pero sin encerrarse en un gueto simbólico. De hecho, la elección de actores fuera del canon judío tradicional ayuda a desmarcar la película de cualquier folclorización de la identidad, haciendo que los temas resuenen con mayor universalidad dentro de la cultura latina, donde la familia extensa, los vínculos intergeneracionales y el mandato de pertenencia tienen un peso similar.

Mazel Tov se inscribe en una genealogía de películas donde la familia es el núcleo tanto del conflicto como de la pertenencia. El cine argentino, en particular, ha explorado con frecuencia esta tensión entre el deber filial y el deseo individual. En este caso, Darío es un hombre atrapado entre dos culturas —la norteamericana, individualista, pragmática; y la latinojudía, emocional, colectiva—, y ese tironeo identitario marca el pulso del relato. El duelo por el padre, el Bat Mitzvá de la sobrina, la boda de la hermana: todos son rituales que celebran o marcan transiciones, pero que en Mazel Tov funcionan como catalizadores de crisis.
Mazel Tov representa un gesto inusual y valiente en la trayectoria de Adrián Suar: una apuesta por explorar territorios emocionales más hondos, menos previsibles, alejados del registro comercial que lo ha consagrado. Su doble rol como actor y director no está guiado por la autocelebración, sino por el deseo —a veces torpe, pero genuino— de contar una historia coral donde los vínculos rotos, la memoria afectiva y los silencios pesan más que los gags. En este sentido, la película exhibe una madurez creativa que, si bien no alcanza la plenitud de obras similares de autores como Daniel Burman o Noah Baumbach, sí señala un desplazamiento hacia un cine argentino más introspectivo y honesto.
Sin embargo, esta búsqueda no está exenta de tropiezos. Uno de los puntos débiles más evidentes del filme es su tendencia al subrayado emocional, que por momentos le resta sutileza al drama. Escenas donde los personajes verbalizan sus traumas o donde los conflictos se exponen de forma explícita —cuando podrían haberse resuelto desde la gestualidad o el montaje elíptico— revelan una cierta desconfianza del guion hacia la inteligencia del espectador. Tampoco ayuda el hecho de que la dirección de Suar, aunque funcional, carezca de una propuesta estética clara. La puesta en escena es eficaz pero poco ambiciosa: se limita a registrar las actuaciones sin explorar posibilidades expresivas desde lo visual.
A pesar de dichas limitaciones, Mazel Tov logra salir bien parada, gracias a la honestidad de su planteo, la solvencia de su reparto y la inteligencia del guion de Pablo Solarz, que equilibra humor y melancolía con notable sensibilidad.