Superman | Review

Superman dirigida por James Gunn es una apuesta ambiciosa, imperfecta pero profundamente humana, que reinventa al Hombre de Acero con vulnerabilidad y esperanza. David Corenswet ofrece un Superman modesto y conmovedor, a la altura del mito.
Superman (2025)
Puntuación:★★½
Dirección: James Gunn
Reparto: David Corenswet, Rachel Brosnahan, Nicholas Hoult, Edi Gathegi, Anthony Carrigan, Nathan Fillion e Isabela Merced
Estreno en cines

Desde que Richard Donner convenció al mundo, en 1978, de que un hombre podía volar, toda nueva iteración de Superman carga con el peso de una historia mitológica y cinematográfica formidable. En Superman (2025), James Gunn asume este reto con una mezcla de reverencia y rebeldía. Lejos de ofrecer una versión pulida y segura, su aproximación al ícono kriptoniano es audaz, irregular y profundamente humana. No estamos ante una película perfecta, pero sí ante una que se atreve a tener alma, en un género que a menudo se limita a imitar su propia fórmula.

Gunn, como ya demostró con Guardianes de la Galaxia y la reivindicable The Suicide Squad (2021), no teme los contrastes tonales ni la inclusión de criaturas extravagantes o humor inesperado. Lo que lo distingue no es su excentricidad, sino su mirada empática hacia los marginados, los perdedores, los que aún creen en algo. Aplicado a Superman, este enfoque produce una paradoja fascinante: el superhéroe más invulnerable se convierte, aquí, en uno de los más vulnerables.

David Corenswet encarna a este nuevo Kal-El con una dulzura modesta, una que se aleja tanto de la gracia inocente de Christopher Reeve como de la melancolía heroica de Henry Cavill. Su Superman es más torpe, más inseguro, y por eso más reconocible. En lugar del titán que irradia confianza, encontramos a un hombre que aún duda de su lugar en el mundo, un extranjero perpetuo cuya mayor batalla no es contra Lex Luthor, sino contra la percepción ajena. Corenswet conmueve, y eso no es poco en un personaje condenado a la perfección.

Por otro lado, Nicholas Hoult ofrece un Lex Luthor que sí marca una diferencia. Su interpretación evita la caricatura y apuesta por un resentimiento silencioso, más intelectual que histérico. Es un Luthor que entiende el miedo como herramienta y cuya guerra contra Superman es, en última instancia, una guerra contra lo que representa: la posibilidad de un bien incondicional. En un mundo que sospecha del altruismo, Superman se convierte en amenaza.

La Lois Lane de Rachel Brosnahan, a pesar de un prometedor inicio, se desvanece en el segundo acto. Su personaje, tan crucial en la construcción del Superman humano, merece más presencia  y desarrollo, que pese a la fuerza de Brosnahan y la personalidad propia que le crean aquí, el personaje no termina de despegar. Esto se nota mucho en el tercer acto,uno que peca de resolver sus conflictos con una facilidad que resta tensión, dejando una sensación de cierre apresurado para una película que comenzó prometiendo complejidad.

El principal problema de la película, es que no siempre sabe manejar sus múltiples ambiciones. En su afán por establecer el nuevo universo compartido de DC, Gunn introduce una cantidad excesiva de personajes secundarios —Mister Terrific, Green Lantern, Metamorpho— que, si bien aportan color y energía, diluyen el foco narrativo. A ratos, Superman parece más una antesala que una obra con identidad propia. Es el síndrome del universo expandido: la necesidad de sembrar más que de contar.

Esto también afecta la estructura. Si bien la película abre con fuerza —sin necesidad de repetir la destrucción de Krypton ni los años en Smallville—, su desarrollo se fragmenta. La subtrama geopolítica entre Boravia y Jarhanpur, aunque audaz, carece del espacio necesario para madurar. Gunn quiere hablarnos de propaganda, poder y responsabilidad, pero el discurso queda atrapado entre la acción y el espectáculo. Es un intento loable —y políticamente significativo— de situar a Superman en un contexto contemporáneo, donde las decisiones no son blancas o negras. Pero la ejecución no siempre está a la altura.

La dirección de fotografía de Henry Braham, con su lente gran angular y sus encuadres deformantes, subraya esa sensación de extrañeza. Es un mundo donde lo superhumano es casi grotesco, donde los colores vibran con una intensidad que roza lo psicodélico. Esta estética, más cercana a las viñetas que al realismo Nolaniano, devuelve a Superman su dimensión mítica y, al mismo tiempo, su rareza. Es un mundo bello, pero incómodo. Un acierto visual que, aunque no siempre funcione, aporta una identidad singular.

Es por eso, que pese a sus desaciertos, Superman logra algo que muchas superproducciones de Hollywood recientes olvidan: emocionar, es un filme emocionante y bastante entretenido. Hay un giro en los orígenes del personaje —del que conviene no revelar detalles— que, a pesar de estar torpemente insertado al inicio, encuentra su resonancia al final. Gunn, como buen narrador de historias de desadaptados, entiende que el verdadero viaje del héroe no es hacia la gloria, sino hacia la aceptación de su vulnerabilidad.

Quizá lo más valioso de este Superman no es su capacidad de levantar el Daily Planet, sino de sostener, sin ironía, una idea que parece casi subversiva en estos tiempos: que el bien es posible, incluso cuando no es comprendido. Que ser héroe no implica ser perfecto, sino persistente.

En una era saturada de cinismo, este Superman brilla, no por su músculo, sino por su corazón.

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