Sus hijos después de ellos retrata con crudeza y melancolía el desencanto de una juventud atrapada en un pueblo francés marcado por el abandono industrial y las tensiones sociales. A través de la poderosa actuación de Paul Kircher, la película explora cómo el tedio, la rabia y el deseo se entrelazan en un ciclo generacional de violencia.
Sus hijos después de ellos (2024)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Ludovic Boukherma y Zoran Boukherma
Reparto: Paul Kircher, Angelina Woreth, Sayyid El Alami y Gilles Lellouche
Disponible en VOD
Los hermanos Ludovic y Zoran Boukherma adaptan con ambición la novela ganadora del Premio Goncourt de Nicolas Mathieu para ofrecer una crónica abrasiva y melancólica sobre la juventud relegada al olvido en la Francia profunda. Rodada entre escombros industriales y veranos empapados de gris, la película se despliega como un fresco generacional que, si bien tropieza en el ritmo, logra capturar con fuerza las fisuras sociales y emocionales de una comunidad atrapada entre la decadencia y el rencor.
Heillange, el pueblo ficticio donde transcurre la historia, es más que un escenario: es un personaje en sí mismo, una cápsula estancada en los años noventa, pero cuya inercia aún resuena con dolorosa actualidad. Bajo su cielo encapotado, jóvenes como Anthony —el tímido y torpe protagonista interpretado con contenida intensidad por Paul Kircher— deambulan entre la apatía, el deseo y la frustración. El cierre de las acerías no solo apagó las máquinas, también desmanteló el tejido social que daba sentido a esas vidas. Lo que queda es una juventud que hereda no solo la pobreza, sino también el resentimiento.
La película inicia con un acto de rebeldía ingenua —Anthony roba la moto de su padre para impresionar a Steph, una chica de clase media— y, a partir de ahí, los hechos se precipitan como fichas de dominó. Lo que parece un incidente menor —la moto es sustraída luego por Hacine, un joven árabe con quien Anthony tiene un altercado— se convierte en el detonante de una cadena de violencia, prejuicios y represiones acumuladas. En este conflicto microscópico se condensan siglos de tensiones raciales, sociales y económicas.

Los Boukherma, conocidos por su incursión previa en el cine de género (Teddy) y la comedia absurda (Willy 1er), dan aquí un salto de madurez, apostando por un tono más sobrio y expansivo. La dirección, aunque desigual en su tempo, encuentra momentos de gran potencia visual, especialmente en las tomas abiertas que enmarcan a los personajes contra paisajes industriales marchitos, como si el entorno se encargara de recordarles constantemente su insignificancia. Esa opresión geográfica es también emocional: nadie parece poder huir de Heillange, y los que lo intentan quedan marcados por el peso de lo que dejan atrás.
Uno de los mayores aciertos del filme es su retrato del vacío. No un vacío dramático, sino existencial: la ociosidad de los jóvenes, el aburrimiento como fuerza motora del conflicto, el tedio que se convierte en rabia. En este sentido, la película bebe del cine social europeo —con ecos de Bruno Dumont o los Dardenne— pero también del espíritu lírico y desencantado del realismo americano, con guiños sonoros a Bruce Springsteen o Iron Maiden que aportan textura cultural y emocional al relato. Sin embargo, no todas las decisiones musicales funcionan; ciertas versiones melosas de himnos populares restan autenticidad a la crudeza del drama.
Donde el filme tambalea es en el desarrollo de sus personajes. Si bien Anthony es el epicentro emocional de la historia, su arco está marcado más por los golpes de la narrativa que por una evolución interna profunda. En ocasiones, su torpeza se confunde con una falta de caracterización. A su alrededor, figuras como Steph o Hacine se perfilan como símbolos antes que personas: ella como el objeto de deseo inalcanzable; él como el reflejo de una otredad temida y malinterpretada. Resulta paradójico que una película que aspira a retratar los matices de la diferencia social caiga en ciertos estereotipos que desdibujan la complejidad de sus personajes secundarios.
No obstante, hay interpretaciones que salvan esa carencia de profundidad. Ludivine Sagnier, como la madre de Anthony, ofrece una actuación potente, mezcla de ternura endurecida y cansancio vital. Gilles Lellouche, como el padre alcohólico, encarna con contundencia la desesperanza heredada que amenaza con devorar a la nueva generación. Son estos adultos, rotos pero aún de pie, los que permiten entrever la tragedia de un ciclo que se repite.

Paul Kircher, carga sobre sus hombros gran parte del peso emocional del filme, y lo hace con una mezcla conmovedora de vulnerabilidad y contención, dando otro brillante trabajo. Su interpretación evita el dramatismo fácil y, en cambio, se construye desde los silencios, los gestos torpes, las miradas huidizas. Kircher capta con precisión ese estado liminal entre la infancia y la adultez, donde el cuerpo cambia más rápido que la mente, y las emociones se agitan sin que el lenguaje pueda contenerlas. Su Anthony es un chico marcado por la incertidumbre, por una masculinidad que lo empuja hacia la violencia pero que también lo deja indefenso ante el afecto.
Visualmente, el filme se apoya en una fotografía sobria, casi documental, que refuerza la textura realista del relato. El paso del tiempo —la historia cubre de 1992 a 1998, culminando con la victoria de Francia en el Mundial— se percibe no solo en los cambios estéticos (autos, consolas, música), sino en la manera en que los personajes envejecen prematuramente, arrastrados por una inercia que los empuja sin rumbo.
Al final no estamos ante una historia de madurez clásica o típica, sino su reverso: una fábula amarga sobre cómo crecer puede ser una condena cuando el mundo alrededor parece no ofrecer salidas. El título mismo — Sus hijos después de ellos— adquiere un eco bíblico, como una maldición que pasa de generación en generación. Heillange no es solo un pueblo, es una metáfora de toda comunidad herida por el olvido, donde los jóvenes heredan no un futuro, sino una guerra que no eligieron.
En suma, los Boukherma firman una película imperfecta pero atractiva, una que retrata con autenticidad las cicatrices del desencanto. Aunque su narrativa a veces se extravía en repeticiones o personajes poco delineados, el trasfondo que explora —la rabia latente de una generación sin futuro— le confiere una relevancia que trasciende su contexto. Porque, al final, lo que vemos no es solo el pasado de Francia, sino también el presente de muchos.