Super Happy Forever, de Kohei Igarashi, es un delicado drama que explora el duelo y la memoria a través de una estructura narrativa invertida. A partir de la muerte repentina de una esposa, la película reconstruye un amor pasado con melancolía y ternura.
Super Happy Forever (2024)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Kohei Igarashi
Reparto: Hiroki Sano, Yoshinori Miyata y Nairu Yamamoto
Disponible en Mubi
Hay películas que no se contentan con contar una historia: buscan reconfigurar nuestra forma de sentir el tiempo, la pérdida y el recuerdo. Super Happy Forever, del realizador japonés Kohei Igarashi, es una de ellas. Bajo un título que parece prometer una comedia ligera —casi una burla irónica al espectador informado— se esconde un delicado retrato sobre lo irreparable: la muerte súbita de un ser amado, la nostalgia por los instantes fugaces, la imposibilidad de volver atrás. Esta obra, encuentra su fuerza no en la intensidad del drama, sino en su tono íntimo, casi susurrado, que nos invita a observar cómo el duelo y la memoria se entrelazan en los márgenes de lo cotidiano.
El dispositivo narrativo elegido por Igarashi es tan sencillo como eficaz: la historia de Sano, un joven que regresa a un pequeño pueblo costero japonés donde conoció a su esposa fallecida, se despliega en una estructura invertida. El presente —gris, hosco, amargo— cede lugar a un pasado vibrante y cargado de promesa. Lo que en un inicio parece un relato de duelo, se revela como una historia de amor reconstruida desde su punto final. La apuesta del director es clara: solo comprendemos la dimensión de una pérdida cuando podemos asomarnos a la belleza de lo perdido.
En los primeros 40 minutos, Sano (interpretado con contenida desesperación por Hiroki Sano) deambula como un fantasma por los rincones del hotel donde una vez fue feliz. Busca una gorra roja, símbolo trivial pero cargado de sentido, como si encontrarla pudiera restituir algo del tiempo perdido. Es apático, irritable, incapaz de conectarse con quienes le rodean, y su desesperación se vuelve tangible. La cámara lo sigue con distancia, registrando su letargo con una sobriedad que se aleja del melodrama. La tristeza aquí no es estallido, sino estancamiento.
Pero entonces, en un sutil viraje temporal, la película retrocede a 2018. En el mismo escenario, con la misma habitación y la misma vista al mar, irrumpe Nagi (Nairu Yamamoto), una joven fotógrafa cuya vitalidad y ternura son el contrapunto perfecto al abatido Sano del presente. Yamamoto interpreta a Nagi con una naturalidad desarmante: es ligera, divertida, curiosa, y su presencia inyecta a la película un aire de libertad emocional. No hay artificio en su gestualidad, ni énfasis innecesarios; es como si la cámara simplemente la descubriera.
La historia de amor entre Sano y Nagi se construye con gestos mínimos, miradas cruzadas en el vestíbulo del hotel, paseos nocturnos, una cena improvisada. Hay ecos de Before Sunrise de Richard Linklater en esta parte del filme: la sensación de un instante compartido que trasciende su fugacidad, de una conexión que parece destinada. Sin embargo, a diferencia de la obra de Linklater, aquí el futuro ya ha sido revelado, y cada risa, cada toque, cada plano luminoso arrastra consigo la sombra del final. La nostalgia se vuelve anticipada, el dolor se adelanta al goce.
Kohei Igarashi filma este relato con una sensibilidad contenida y una puesta en escena austera. El montaje, que alterna entre los tiempos sin explicaciones redundantes, confía plenamente en la inteligencia emocional del espectador. La fotografía, sobria pero elegante, acentúa el contraste entre la opacidad del presente y la calidez del pasado, sin recurrir a filtros evidentes ni subrayados estéticos. Es un cine de detalles, de atmósferas, de silencios que dicen más que los diálogos.
Super Happy Forever no cae en la trampa de idealizar el pasado ni de dramatizar en exceso el presente. Su tono se mantiene delicadamente melancólico, sin perder la ligereza que exige la evocación de un amor juvenil. Hay una elegancia en su forma de abordar el dolor, una madurez emocional que evita los lugares comunes del cine lacrimógeno. Igarashi parece decirnos que la felicidad, como la vida misma, es real, pero no permanente. Que la memoria es a veces el único lugar donde lo perdido puede sobrevivir con plenitud.