Benjamin Caron intenta equilibrar el thriller de acción con un drama social sobre la precariedad en EE. UU., pero termina fragmentada entre ambos registros. Kirby ofrece una actuación poderosa y es la pieza que sostiene la película.
La noche siempre llega (2025)
Puntuación:★★½
Dirección: Benjamin Caron
Reparto: Vanessa Kirby, Zack Gottsagen, Stephan James y Jennifer Jason Leigh.
Disponible en Netflix
Benjamin Caron, director británico que se consolidó en televisión con The Crown y Andor, parece haber encontrado en el cine un terreno donde experimentar con un pulso más sombrío. Si en Sharper construyó un thriller elegante y engañoso, aquí, en La noche siempre llega, se adentra en un territorio mucho más árido: el de la marginalidad, la crisis económica y la desesperanza cotidiana. La película busca articular dos registros —el thriller de acción y el drama social— pero esa ambición, más que engrandecerla, la fragmenta.
El contexto social es clave. En un Portland en pleno proceso de gentrificación, las voces de la radio que atraviesan la narración recuerdan que “los pobres odian a otros pobres” y que, incluso trabajando, muchas personas no logran sostener un techo. Es en ese clima de asfixia económica donde se mueve Lynette (Vanessa Kirby), una mujer empujada al límite por circunstancias que no controló pero que, en su desborde, la convierten en protagonista de una noche donde se encadenan delitos, engaños y excesos. La premisa es clara: reunir en cuestión de horas el dinero para salvar la casa familiar. El problema es que, en su ejecución, Caron convierte la odisea de Lynette en una serie episódica de encuentros forzados, donde cada paso parece menos verosímil que el anterior.
La fortaleza del filme, sin embargo, radica en Kirby. Su Lynette no es una víctima dócil ni un personaje suavizado para el consumo cómodo del espectador. Es irascible, impulsiva y profundamente contradictoria. El guion de Sarah Conradt merece cierto crédito por evitar la condescendencia: no intenta moralizar su precariedad ni ennoblecerla como “heroína de los márgenes”. Y aun así, el trazo final resulta limitado: Lynette queda definida únicamente por la suma de sus traumas y por un presente desbordado, lo que, paradójicamente, aplana la dimensión humana que la película pretende rescatar.

Caron dirige con un ritmo oscilante: sabe cuándo apretar el acelerador en las secuencias de tensión, pero también cuándo contener la cámara para dar espacio al rostro exhausto de Kirby. El problema no es formal, sino de sustancia: el guion termina por caer en una acumulación de desgracias que, en lugar de intensificar el drama, lo tornan mecánico. De la deuda impaga al reencuentro con viejos fantasmas, de los negocios turbios a la prostitución ocasional, la película parece interesada en abarcar “todo el catálogo” del submundo urbano, pero a costa de la credibilidad.
El trasfondo social —la desigualdad, el fracaso del sistema económico, la fragilidad de las redes familiares— debería ser el corazón de La noche siempre llega. Sin embargo, queda reducido a un marco contextual, útil solo para justificar la cadena de excesos que vive Lynette. Caron evita caer en la llamada “pornomiseria”, pero tampoco consigue darle espesor crítico a ese mundo. El resultado es una cinta que se queda a medio camino: más estilizada que realista, más interesada en la adrenalina que en el desgarro.
Donde sí hay un atisbo de grandeza es en el acto final. Ahí, cuando el vértigo de la trama cede espacio al cansancio físico y emocional de la protagonista, Kirby ofrece una actuación poderosa, capaz de rescatar el relato del derrumbe total. El cierre no logra darle la contundencia emocional que la película necesitaba, pero sugiere la obra que La noche siempre llega pudo haber sido: un retrato íntimo y desgarrador de una mujer aplastada por un sistema implacable.
En última instancia, Caron entrega un filme con nobles intenciones pero ejecución irregular. Quiere ser denuncia y entretenimiento, realismo y espectáculo, noir y melodrama social. Pero en esa oscilación constante pierde la claridad de su voz. La noche siempre llega deja la sensación de un ejercicio valioso, aunque insuficiente: un recordatorio de la crudeza de vivir al filo, narrado con destellos de intensidad, pero atrapado en una estructura demasiado dependiente del artificio narrativo.