Avelina Prat crea un retrato pausado sobre el desarraigo y la reinvención. Tras el abandono de su esposa, Fernando (Manolo Solo) suplanta otra identidad y encuentra refugio en una quinta portuguesa, donde mujeres libres y autónomas redefinen su vacío.
Una quinta portuguesa (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Avelina Prat
Reparto: Manolo Solo, María de Medeiros, Branka Katic y Rita Cabaço
Disponible en Filmin
En su segundo largometraje, Una quinta portuguesa, Avelina Prat confirma lo que ya había insinuado en Vasil: un cine atravesado por el tema de la inmigración, el desarraigo y la búsqueda de pertenencia. Sin embargo, aquí el desplazamiento no se da únicamente por necesidad económica o política, sino por un vacío íntimo. El protagonista, Fernando (Manolo Solo), es un profesor de geografía cuya vida se desmorona tras el abandono repentino de su esposa. Ese gesto inaugural —una ausencia no explicada— lo convierte en un hombre sin rumbo, incapaz de orientarse incluso con la experiencia que tiene leyendo mapas. De ahí que suplante la identidad de otro para trabajar como jardinero en una quinta portuguesa: se trata de una huida, pero también de una tentativa de reinventarse.
Prat filma esta transformación con un tempo pausado, en un relato que avanza como el crecimiento de un jardín: lentamente, con silencios, con tiempo para que cada detalle florezca. Hay ecos de Rohmer en los diálogos que parecen surgir de la contemplación, y reminiscencias de Erice o Saura en los silencios y la cadencia melancólica. La puesta en escena convierte la quinta en un espacio simbólico, un refugio donde lo íntimo se entrelaza con lo colectivo, y donde los personajes encuentran nuevas formas de relacionarse más allá de los papeles sociales que les habían definido.
El guion, también de Prat, evita el melodrama y apuesta por la sugerencia. Fernando no es presentado como un héroe en busca de redención, sino como un hombre vacío que se deja llevar, permitiendo que otros personajes lo completen: la dueña enigmática (María de Medeiros), la cocinera-madre (Rita Cabaço), la camarera luminosa (Branka Katic). Todas ellas, mujeres libres y autónomas, funcionan como espejos en los que Fernando se reconoce y al mismo tiempo se desplaza. En sus gestos y miradas late la posibilidad de otra vida, aunque nunca completamente suya.

El simbolismo es claro: mapas, partidas de cartas donde se apuestan deseos, identidades intercambiadas. Una quinta portuguesa reflexiona sobre la fragilidad de la identidad y la necesidad de enmascararse para sobrevivir. Lo que podría haber sido un relato de impostura se convierte en una meditación sobre lo humano, donde los personajes no son villanos ni víctimas absolutas, sino seres que buscan un lugar en el mundo.
Visualmente, la película respira el aire atlántico de Ponte de Lima, capturado con una fotografía que privilegia la luz natural y los espacios abiertos, en contraste con la opacidad interior de Fernando. El ritmo lento, que podría ser un obstáculo para el espectador impaciente, se vuelve aquí un gesto político: reivindicar el cine como espacio de contemplación y de escucha, frente a un mundo mediado por pantallas y prisas.
En definitiva, Una quinta portuguesa es una fábula moderna que no busca respuestas definitivas, sino acompañar a sus personajes en la deriva. Prat se confirma como una cineasta que trabaja desde la sutileza y la sugerencia, construyendo relatos donde el humanismo se entrelaza con la melancolía. Como los mapas que tanto obsesionan a su protagonista, la película nos recuerda que perderse también puede ser una forma de encontrarse.