La vida de Chuck, de Mike Flanagan, llega a salas un año después de su sorpresiva victoria en Toronto, inflada por un marketing que promete emociones “mágicas” y “profundas”. Sin embargo, la adaptación de la novela de Stephen King nunca logra sostener esas expectativas y se siente fragmentada y desconectada.
La vida de Chuck (2024)
Puntuación:★★
Dirección: Mike Flanagan
Reparto: Tom Hiddleston, Chiwetel Ejiofor, Karen Gillan, Jacob Tremblay, Benjamin Pajak y Mark Hamill
Disponible en cines
En el mapa de los festivales internacionales, Toronto ocupa un lugar peculiar. No posee el prestigio artístico de Cannes ni la aura histórica de Venecia, pero sí la influencia decisiva para marcar el pulso de la temporada de premios. El “People’s Choice Award” ha funcionado, en los últimos quince años, como un predictor fiable del Oscar a la mejor película: no tanto por su calidad intrínseca, sino porque representa el gusto de una audiencia amplia, menos elitista y más cercana al votante promedio de la Academia. Por eso, cuando en 2024 La vida de Chuck de Mike Flanagan, una adaptación de una novela corta de Stephen King, se impuso contra todo pronóstico, el ruido mediático fue inmediato. Y ese ruido se prolongó hasta hoy, un año después, finalmente la película llega a las salas con la maquinaria de Neon detrás, pero dicho retraso más le ha pasado factura, la película a quedado prácticamente relegada de la temporada de premios del 2025.
La vida de Chuck nunca se siente a la altura de su victoria en Toronto; más bien parece una película sobredimensionada por la maquinaria del festival y por la devoción que despierta la dupla Flanagan-King. Lo que se anunciaba como un viaje conmovedor sobre la existencia termina convertido en un artificio que recita filosofía de autoayuda con lágrimas en los ojos, incapaz de dar cuerpo a su promesa.
La estructura de la película refleja el origen fragmentario de la historia, incluida en la colección If It Bleeds (2020). Tres capítulos, unidos por la figura de Chuck (Tom Hiddleston), buscan componer un retrato integral, pero solo consiguen dispersión. El primer segmento, donde el mundo se detiene entre catástrofes naturales y homenajes espontáneos al personaje, logra cierta fuerza apocalíptica: Flanagan acierta en transmitir esa melancolía del fin, un aire que recuerda a Melancholia de Lars von Trier, pero con menos audacia. Sin embargo, lo que comienza con potencia se desvanece pronto.

El segundo acto es el más problemático: conocer a Chuck como un contable corriente a través de una voz en off omnipresente (Nick Offerman) no solo resulta redundante, sino que elimina cualquier posibilidad de misterio. El cine se reduce a la explicación, a una narración literaria mal trasladada, que además desemboca en una secuencia de baile humillante más cercana a la parodia involuntaria que a la emoción buscada. Finalmente, el tercer capítulo, centrado en la infancia del protagonista, pretende sellar el arco con un sentimentalismo fácil, pero lo que produce es una desconexión aún mayor: lo que debía ser universal termina siendo trivial.
La paradoja de La vida de Chuck es que nunca logramos conocerlo. Hiddleston, actor de talento comprobado, apenas tiene margen de maniobra: se le reduce a gestos melancólicos y rutinas físicas sin peso dramático. La construcción del personaje recae en testimonios, voces en off y homenajes visuales, pero no en escenas que permitan entenderlo o sentirlo. Se nos pide que lo admiremos, que lo lloremos, sin que la película haga el esfuerzo de mostrarnos por qué. Esta es la raíz de la frustración: un vacío narrativo cubierto con música grandilocuente y frases pseudofilosóficas sobre el cosmos y las matemáticas, como si bastara con envolver al espectador en retórica para generar trascendencia.
Flanagan ha demostrado antes que puede equilibrar el terror y el melodrama (La maldición de Hill House lo hizo con maestría), pero aquí su reverencia al material de King lo traiciona. Se aferra a la fidelidad textual sin preguntarse qué gana el cine con ello. El juego de Gerald y Doctor Sueño ya habían mostrado sus dificultades para manejar la densidad explicativa del autor, pero al menos contenían destellos de verdadero horror. En La vida de Chuck, en cambio, lo que queda es un sentimentalismo de cartón piedra que nunca se vuelve experiencia viva.

El contraste con el discurso del marketing es brutal. “Qué bello es vivir hoy”, anuncian los carteles, citando a críticos entusiasmados. Pero la comparación con el clásico de Capra resalta precisamente lo que Flanagan no consigue: esa capacidad de convertir lo íntimo en universal, lo pequeño en trascendente. Aquí, lo íntimo se vuelve anecdótico y lo universal se enuncia con la superficialidad de un pie de foto de Instagram.
La escena final es el mejor ejemplo: pensada como una avalancha emocional, como ese clímax que debe arrancar lágrimas y dejar una huella imborrable, termina siendo abrupta, fría e insatisfactoria. El espectador se encuentra más frustrado que conmovido, consciente de haber asistido a una promesa incumplida.
Un año después de su inesperada victoria en Toronto, La vida de Chuck llega a los cines cargada de expectativas que no puede sostener. Su desconexión emocional, su exceso de voz en off y su insistencia en un sentimentalismo impostado la convierten en una película que más que celebrar la vida, la reduce a clichés. Y quizás ahí radica la mayor ironía: la película se obsesiona con recordarnos que la existencia es preciosa, pero nunca consigue transmitirlo en carne viva. Lo que queda no es una epifanía, sino un eco vacío de lo que pudo haber sido.