Alpha | Review

Julia Ducournau transforma un drama familiar en una poderosa alegoría del SIDA, donde la enfermedad petrifica los cuerpos hasta convertirlos en mármol. A través de los ojos de una niña marginada por un posible contagio, la directora explora el miedo, la vergüenza y la herencia del dolor corporal.
FICM 2025 | Alpha (2025)
Puntuación: ★★★
Dirección: Julia Ducournau
Reparto: Melissa Boros, Tahar Rahim, Golshifteh Farahani, Emma Mackey y Finnegan Oldfield

Hay algo profundamente trágico en la manera en que Julia Ducournau mira los cuerpos. Desde Raw hasta Titane, la directora francesa ha explorado las fisuras entre la carne y la identidad, entre lo físico y lo emocional, como si el cuerpo fuera un territorio donde se inscriben las heridas del mundo. Alpha, su tercer largometraje, radicaliza ese gesto: es una película menos incendiaria en su forma, pero más devastadora en su humanidad. Un drama familiar atravesado por una plaga sin nombre que se propaga por la sangre —una metáfora del SIDA, de la marginación y de la culpa— y que petrifica a sus víctimas hasta convertirlas en mármol.

Ducournau, fiel a su estilo de “horror corporal blando”, traslada la angustia del contagio a un registro íntimo, donde el horror no está en la monstruosidad, sino en el silencio. La enfermedad, en Alpha, se propaga como un rumor, un estigma que se adhiere antes al cuerpo social que al biológico. Alpha, una niña de trece años marcada por un tatuaje —una “A” que arde como cicatriz de vergüenza—, se convierte en el epicentro de una alegoría que entrelaza adolescencia, miedo y deseo de pureza.

El tatuaje es la primera herida y también el primer signo del linaje simbólico de la película: una referencia directa a La letra escarlata, pero también a los inicios del pánico moral durante la crisis del VIH/SIDA en los años ochenta. En Ducournau, la “A” no significa adulterio, sino alteridad; no es una marca de culpa sexual, sino de contaminación. El rumor de su posible infección hace de Alpha una paria, objeto de acoso, exclusión y miedo. La escuela, espacio de aprendizaje y socialización, se transforma en un laboratorio del rechazo. Ducournau muestra ese proceso con una precisión que recuerda a las películas de terror de Cronenberg o al naturalismo poético de Andrea Arnold: la cámara roza los cuerpos, se adhiere al sudor y a la piel, buscando en lo material una expresión del dolor moral.

Pero más allá de la metáfora epidémica, Alpha es una historia de linaje roto. Ducournau invierte los roles clásicos del melodrama: la madre (Golshifteh Farahani), médica y protectora, es al mismo tiempo la portadora del control, la ciencia, la culpa. Su hermano Amin (Tahar Rahim), adicto a la heroína y enfermo, es el reverso visceral, el cuerpo castigado. Entre ambos, Alpha es la herencia de un trauma colectivo: la hija de una generación marcada por la enfermedad y la represión.

La interpretación de Tahar Rahim es, quizá, la más intensa de su carrera. Ducournau le entrega un cuerpo que se descompone, una figura de martirio moderno. Su adicción, su fragilidad, su mirada trémula y su ternura intermitente componen un retrato de la masculinidad quebrada que recuerda al joven Jean-Hugues Anglade en Betty Blue o a los enfermos de Parting Glances. Rahim no interpreta a un “yonqui”, sino a un cuerpo en transición hacia lo inerte, hacia esa textura marmórea que simboliza tanto la muerte como la santificación. En una escena, su respiración se convierte literalmente en escarcha, y el plano —uno de los más bellos del cine reciente de Ducournau— convierte el acto de morir en un gesto escultórico.

El mármol, en Alpha, es un símbolo múltiple: alude a la frialdad del rechazo, a la petrificación emocional, pero también al deseo de inmortalizar lo que la sociedad prefiere olvidar. Ducournau transforma a sus infectados en estatuas —como una especie de canon griego invertido— para rendir homenaje a los cuerpos marginados durante la crisis del SIDA, aquellos que fueron abandonados por los sistemas de salud, por sus familias, por la historia misma. La cineasta convierte el horror del contagio en un acto de resistencia estética: congelar el sufrimiento para hacerlo visible, eterno, bello.

La estética visual de Alpha abandona la saturación cromática de Titane y se sumerge en tonos fríos, desaturados, casi clínicos. La luz de Normandía —gris, húmeda, cargada de nostalgia— refuerza la idea de un mundo detenido entre la vida y la muerte. Ducournau vuelve a confiar en el cuerpo como espacio narrativo: heridas, fluidos, sangre, piel. Pero esta vez no hay shock, sino empatía. Lo que antes era transgresión, aquí es compasión.

A pesar de su ambición simbólica, Alpha no es una película perfecta. Su estructura temporal —que mezcla pasado y presente, infancia y madurez, no hay una lógica alguna en la línea de tiempo porque la Alpha de 13 años puede “convivir” en una misma escena con ella misma a los 5 — a veces diluye la tensión, y su densidad melodramática puede parecer dispersa. Ducournau no busca la coherencia, sino la emoción. Cada exceso, cada desvío narrativo, es un intento de mirar lo invisible: la soledad de una niña que hereda el miedo de una generación.

En Alpha, el cuerpo vuelve a ser campo de batalla, pero también santuario. Es el lugar donde Ducournau encuentra lo divino en lo abyecto, donde el dolor se convierte en lenguaje. Si Raw exploraba el despertar del deseo y Titane la mutación del cuerpo, Alpha es una elegía por la carne que se endurece ante el amor perdido. Ducournau, siempre dispuesta a tocar la herida, convierte la enfermedad en metáfora de lo humano: todos estamos petrificándonos poco a poco, víctimas de la vergüenza, del miedo, del rechazo.

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