La ola convierte la protesta feminista chilena en un musical combativo que explora trauma, consentimiento y las tensiones entre justicia e injusticia social. Sebastián Lelio busca mostrar la dificultad de articular una denuncia y los riesgos de alzar la voz.
La Ola (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Sebastián Lelio
Reparto: Daniela López, Avril Aurora, Lola Bravo, Paulina Cortés, Thiare Ruz, Amparo Noguera, Florencia Berner y Renata González Spralja
Disponible en Netflix
La ola, el ambicioso musical militante de Sebastián Lelio, propone algo que pocas películas se atreven a intentar: convertir el feminismo contemporáneo —con sus contradicciones, tensiones, heridas abiertas y victorias frágiles— en una experiencia sensorial y performática. Lejos de acercarse al musical como escape o fantasía, Lelio lo utiliza como dispositivo político que interroga, incomoda y expone las grietas de un movimiento que fue tan expansivo como conflictivo.
Ambientada en la efervescencia estudiantil chilena de 2018, la historia de Julia funciona como brújula emocional y punto de fuga del trauma, la memoria y la responsabilidad colectiva. La joven no solo participa en el movimiento feminista: es absorbida por él, y al mismo tiempo lo tensiona. Su confuso encuentro con Max —¿fue consentimiento?, ¿fue una cita?, ¿fue violencia?— constituye el nudo ético y emocional del film. Allí Lelio coloca su tesis central: la voz de la víctima no nace clara, nítida ni articulada; se construye entre el miedo, la duda, la presión social y la politización del dolor.
Esa complejidad es quizás la apuesta más honesta de la película: La ola no pretende ofrecer respuestas limpias en un debate que hoy está contaminado de certezas categóricas. En vez de enjuiciar al espectador, lo obliga a convivir con preguntas incómodas:
—¿Creemos a la víctima desde el comienzo aun cuando su relato está fragmentado?
—¿Cómo defendemos a los presuntos culpables sin repetir los patrones patriarcales que naturalizaron la impunidad?
—¿Dónde se sitúa el límite entre justicia y justicialismo?
—¿Qué costo emocional y social implica alzar la voz en un entorno que exige definiciones inmediatas?

El personaje de Max es clave porque no es presentado como un villano evidente: Lelio no cae en la caricatura. El film sostiene la duda —esa zona borrosa en la que se decide el futuro de una denuncia—, y explora cómo la sociedad responde, a veces con solidaridad activa, otras con reacción misógina. En ese terreno movedizo, La ola expone un dilema contemporáneo: la justicia patriarcal no protege, pero la justicia por mano propia tampoco garantiza reparación.
El musical acentúa esta tensión convirtiendo la protesta en performance. Hay escenas donde la coreografía funciona como cuerpo colectivo que sostiene la palabra, y otras donde ese mismo cuerpo se vuelve presión, empuje, arrastre: la ola avanza, pero también devora. sugiere que los movimientos sociales, aun los más transformadores, pueden ejercer violencia interna, exigir pureza, borrar matices. En una de las secuencias más comentadas —la Funa—, la película captura el vértigo emocional de una multitud que necesita un culpable tangible para sanar heridas intangibles. Allí reside la potencia y el peligro del activismo.
Julia, atrapada entre la necesidad de decir la verdad y el miedo a que su historia sea utilizada como munición política, encarna la contradicción de muchas mujeres que pasaron años en silencio. Lelio acierta al mostrar cómo el trauma no responde a los ritmos de la militancia: la memoria no es un eslogan, el consentimiento no siempre es dicotómico y el relato de una víctima puede ser impreciso sin dejar de ser cierto. La protagonista duda, retrocede, avanza, se expone, se quiebra. Esa fragilidad —a veces incómoda, a veces dolorosa— es la que le otorga al film su mayor autenticidad.
Desde lo estético, La ola es un collage vibrante y desigual. Sus números musicales oscilan entre lo ritual y lo caótico; algunos se sienten orgánicos, otros excesivamente ensayados, casi teatrales. Pero incluso en esos tropiezos, Lelio encuentra potencia: el cine no intenta domesticar el movimiento feminista, sino reproducir su irregularidad, su energía desbordante, sus contradicciones internas. La ruptura metacinematográfica —cuando las propias activistas cuestionan la legitimidad del director por ser hombre— funciona como recordatorio de que toda representación es parcial y problemática.

El film también abre un espacio para reflexionar sobre las dinámicas de clase. Las ocupaciones universitarias son motor del movimiento, pero no todas pueden sostenerlas: la vida laboral, las responsabilidades familiares y la precariedad condicionan la militancia. Julia se desplaza entre la universidad y el minimercado de su madre; entre la épica colectiva y la supervivencia cotidiana. Esa tensión vuelve más real el debate feminista: no todas pueden gritar al mismo volumen; no todas pueden exponerse del mismo modo.
En su desenlace, La ola mira la reacción conservadora que siguió a la marea feminista: una contraola que busca restituir jerarquías, disciplinar cuerpos y desacreditar testimonios. Lelio no responde con triunfalismo ni con derrota, sino con melancolía crítica: lo que empezó como un estallido transformador se enfrenta a un movimiento pendular que reconfigura continuamente el terreno de lucha.
La ola es imperfecta, excesiva, poderosa y profundamente necesaria. Su valor está precisamente en su riesgo: en atreverse a representar un debate que sigue abierto, que divide discursos, atraviesa vidas y redefine una generación. El cine de Lelio siempre encontró su fuerza en los cuerpos que se rehacen; aquí encuentra además la fuerza de los cuerpos que reclaman justicia aun sabiendo que las consecuencias —personales, sociales, institucionales— pueden ser devastadoras.