No nos moverán | Review

No nos moverán convierte la masacre de Tlatelolco en una herida viva que atraviesa el presente a través de la figura de Socorro, una mujer consumida por la memoria y la culpa. El filme articula el trauma histórico desde la intimidad, evitando el discurso solemne para abrazar la ambigüedad moral.
No nos moverán (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Pierre Saint-Martin
Reparto: Luisa Huertas, Rebeca Manríquez, José Alberto Patiño y Pedro Hernández
**Vista en screening de prensa**

La memoria no es un archivo cerrado ni una herida que el tiempo cauteriza por sí sola. Es un territorio incómodo, plagado de ecos, silencios y contradicciones. No nos moverán, ópera prima de Pierre Saint-Martin, se instala precisamente ahí: en el espacio donde la historia nacional irrumpe de manera violenta en la intimidad de una vida, y donde el recuerdo deja de ser conmemoración para convertirse en obsesión, culpa y motor de acción.

Socorro Castellanos no es una heroína tradicional. Abogada veterana, hosca, malhablada y ferozmente lúcida, ha dedicado más de cincuenta años a rastrear al soldado que asesinó a su hermano durante la masacre estudiantil del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. El filme no aborda ese acontecimiento como un simple telón de fondo histórico, sino como una fuerza viva que sigue modelando cuerpos, vínculos y decisiones en el presente. La violencia de Estado no quedó en el pasado: se filtró en las estructuras de poder, en la corrupción normalizada y en la imposibilidad misma de creer en la justicia institucional.

Saint-Martin comprende que la memoria histórica no se sostiene únicamente desde el dato o la denuncia explícita. Por ello articula su relato desde la experiencia subjetiva, encapsulando el trauma en el rostro y el cuerpo de Luisa Huertas, cuya interpretación es tan abrasiva como hipnótica. Socorro vive atrapada en un tiempo suspendido: atiende clientes en su departamento como si aún esperara el regreso de su hermano, acumula expedientes como una muralla defensiva y confunde la persistencia del recuerdo con la imposibilidad de soltar la culpa. La película no idealiza esta obstinación; la observa con crudeza, reconociendo su potencia política, pero también su costo humano.

El uso del blanco y negro es central en esta operación. Lejos de funcionar como mero artificio estético, la fotografía de César Gutiérrez Miranda construye un universo visual donde el pasado se niega a diluirse. Las sombras densas, los primeros planos severos y los encuadres que sugieren vigilancia y encierro remiten tanto al cine policiaco como a un estado mental dominado por la sospecha y el rencor. En este sentido, la forma cinematográfica dialoga directamente con el fondo político: un país donde la verdad fue enterrada y donde la justicia, como afirma Socorro, sigue siendo privilegio de unos pocos.

El filme encuentra uno de sus mayores aciertos en la mezcla de registros. Al drama doméstico se le injertan códigos del thriller urbano y destellos de humor seco, encarnados sobre todo en Sidarta, el asistente leal y torpemente entrañable que acompaña a Socorro en su cruzada. Este contrapunto no trivializa el dolor, sino que lo humaniza, recordando que incluso en la rabia más enquistada persiste una necesidad de contacto, de afecto y de complicidad. Las relaciones familiares —con su hermana Esperanza, su hijo Jorge y su nuera Lucía— revelan las fracturas que deja una vida reducida a la espera de una venganza.

Políticamente, No nos moverán es un retrato demoledor de la impunidad. Jueces ascendidos, favores cobrados, criminales reciclados como aliados circunstanciales: el sistema que permitió la masacre sigue intacto, mutado pero vigente. Socorro lo sabe y por eso no busca justicia, sino venganza. Esa elección moralmente ambigua es una de las decisiones más honestas del guion: Saint-Martin no ofrece consuelo ni redención fácil, ni tampoco sermonea sobre el perdón. La película entiende que exigir memoria no equivale a absolver, pero también plantea una pregunta incómoda: ¿qué ocurre cuando la memoria se convierte en prisión?

Mirar No nos moverán desde alguien que creció en Costa Rica, implica un ejercicio de extrañamiento y, al mismo tiempo, de responsabilidad. Crecer en un país sin ejército, sin dictaduras recientes ni masacres estudiantiles perpetradas por el Estado, configura una relación distinta —más distante y, quizá, ingenua— con la violencia política y la memoria del trauma colectivo. Desde ese lugar, la obsesión de Socorro no surge como una experiencia compartida, sino como un recordatorio incómodo de aquello que no nos tocó vivir. La película obliga a reconocer que la ausencia de estos episodios no equivale a una superioridad moral ni a una historia más “limpia”, sino a un privilegio histórico que permite observar el dolor ajeno sin haberlo heredado en carne propia. En ese sentido, el filme de Saint-Martin funciona como un puente: no busca generar identificación inmediata, sino conciencia, haciendo visible que la memoria de la violencia estatal no es solo un asunto nacional, sino un llamado regional a no normalizar el olvido ni romantizar la estabilidad cuando esta ha sido negada a otros.

En su tramo final, la película se abre a una reflexión más amplia sobre la resistencia. Mantener viva la memoria no significa permanecer inmóvil, sino encontrar una forma de seguir viviendo sin negar la devastación sufrida. Saint-Martin rechaza el perdón fácil y propone otra vía: no absolver a los perpetradores ni clausurar el dolor, sino permitir que la memoria persista con todas sus contradicciones. No nos moverán no cierra la herida; la mantiene visible, incómoda y activa, como un gesto político y cinematográfico de resistencia frente a la amnesia.

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