Mr. Nobody Against Putin expone cómo la guerra comienza en la educación y no en el campo de batalla. Desde una escuela rusa, el documental muestra la transformación del aula en espacio de propaganda y control.
Mr. Nobody contra Putin (2025)
Puntuación:★★★★
Dirección: David Borenstein y Pavel Ilyich Talankin
Documental
**Vista en screening de prensa**
Mr. Nobody Against Putin no observa la guerra desde el estruendo de las bombas, sino desde un espacio aparentemente neutro: el aula. Y ahí reside su potencia. El documental dirigido por David Borenstein y Pavel Ilyich Talankin expone una verdad incómoda y universal: antes de que un país envíe a sus ciudadanos al frente, los prepara emocional e ideológicamente desde la infancia. La guerra, sugiere la película, se gana primero en la educación.
El punto de partida es íntimo y peligroso. Talankin, profesor y videógrafo en una escuela pública de Karabash —una ciudad marcada por la contaminación y el abandono— comienza a documentar cómo, tras la invasión rusa a Ucrania, el sistema educativo se transforma en una extensión directa del aparato estatal. Lo que antes eran actos escolares se convierten en rituales patrióticos; las clases, en guiones oficiales; la pedagogía, en obediencia. La cámara no denuncia desde afuera: registra desde dentro, con la cercanía de alguien que ama ese espacio y a sus estudiantes.
Cinematográficamente, el film se construye desde la tensión entre lo cotidiano y lo siniestro. Borenstein organiza el material con una edición ágil que alterna videodiarios, registros institucionales y momentos de aparente ligereza, generando una sensación de progresiva asfixia. La transformación no ocurre de golpe, sino por acumulación: primero canciones patrióticas, luego ejercicios militares, más tarde granadas tratadas como juegos deportivos. La normalización es el verdadero horror.
El arco emocional de Talankin es el corazón del documental. Su tono inicialmente lúdico y cercano —casi ingenuo— va siendo reemplazado por la paranoia, la angustia y el miedo real a ser descubierto. Esa mutación no es solo personal: es política. El film entiende que el autoritarismo no se impone únicamente por la fuerza, sino por desgaste psicológico. Nadie le ordena explícitamente traicionarse; el sistema lo empuja lentamente hacia la autocensura.
Uno de los mayores aciertos del documental es evitar el simplismo moral. Talankin no se presenta como héroe, y la película tampoco lo necesita. Su resistencia es torpe, impulsiva, a veces contradictoria, y precisamente por eso resulta creíble. Cuando cambia los símbolos pro-guerra de la escuela por otros neutros o advierte a los niños sobre la falsedad del material que debe leer, el gesto parece mínimo, pero en ese contexto se vuelve profundamente subversivo.
Aunque anclado en la Rusia de Putin, Mr. Nobody Against Putin dialoga inevitablemente con otros países. El uso del sistema educativo como campo de batalla ideológica no es exclusivo del Kremlin. En Estados Unidos, por ejemplo, la disputa por los contenidos escolares —desde la historia del racismo hasta la educación sexual— revela cómo la escuela se ha convertido en un frente cultural. La diferencia es de grado, no de naturaleza: allí donde el Estado o grupos de poder deciden qué se puede pensar antes de que los ciudadanos tengan herramientas críticas, la democracia comienza a erosionarse.
La película también funciona como contracara necesaria de documentales como 20 Days in Mariupol o Intercepted. Si esos trabajos muestran la devastación directa de la guerra, Mr. Nobody Against Putin revela su incubación. Entiende que los niños —rusos, ucranianos o de cualquier país— son siempre las víctimas invisibles del conflicto: cuerpos y conciencias moldeados para un futuro que no eligieron.
En última instancia, Mr. Nobody Against Putin no es un alegato contra un país específico, sino contra una lógica global: la de preparar a los ciudadanos para obedecer antes que para pensar. Su título, casi irónico, resume su tragedia y su fuerza. Talankin se asume como “nadie”, pero su mirada convierte lo invisible en prueba. Y en tiempos donde la propaganda se disfraza cada vez mejor de educación, ese gesto mínimo resulta profundamente político.