C’est Pas Moi (No soy yo): el autorretrato fantasmagórico de Leos Carax

C’est Pas Moi de Leos Carax es un autorretrato fílmico fragmentado que mezcla archivos personales, cine clásico y homenajes a Jean-Luc Godard. A través de un collage visual y sonoro, el director reflexiona sobre su carrera, la pérdida, y el arte cinematográfico.

En C’est Pas Moi (No soy yo), Leos Carax ofrece un testimonio fílmico de introspección que desafía tanto la forma como el fondo del cine contemporáneo. Esta obra de 41 minutos, presentada este año en el Festival de Cannes, se erige como una meditación autorreferencial que no solo reconfigura los contornos del ensayo cinematográfico, sino que también dialoga con la historia del séptimo arte, especialmente con el legado del cine francés y su ilustre precursor, Jean-Luc Godard. Lo que emerge no es simplemente una película, sino un collage visual y sonoro que transita entre lo íntimo y lo histórico, entre lo autobiográfico y lo espectral.

Carax, cuyo verdadero nombre es Alex Oscar Dupont, ha forjado una carrera caracterizada por el exceso estilístico, la pasión romántica desbordada y una devoción absoluta por el cine como forma de arte total. Obras como Les Amants du Pont-Neuf, Holy Motors y Annette han cimentado su reputación como un cineasta inclasificable, a medio camino entre el romanticismo trágico y la excentricidad posmoderna. En C’est Pas Moi, Carax retorna a sus obsesiones, pero con un tono más melancólico y elegíaco, como si presintiera que esta película pudiera ser su canto del cisne.

La cinta nace de una propuesta inconclusa: un museo que, con motivo de una exposición que jamás se concretó, le preguntó a Carax quién era él realmente. El cineasta responde no con definiciones, sino con fragmentos. C’est Pas Moi no busca una biografía lineal ni un panegírico, sino una deconstrucción del yo a través del cine. Su estructura está compuesta por extractos de sus propias películas, grabaciones caseras, archivos fílmicos ajenos y secuencias de corte experimental, todo ello ensamblado con una estética heredera de los ensayos visuales de Godard, aunque con una textura menos abrasiva y una emotividad más vulnerable.

El tributo a Jean-Luc Godard es explícito y constante. Desde el uso de intertítulos en tipografía sans-serif con aforismos enigmáticos hasta la aparición de la voz del propio Godard en un mensaje de contestador automático, Carax reconstruye la figura del maestro como sombra tutelar, mentor y espectro. Este gesto es tan reverente como irreverente, propio de quien ha sido discípulo de la Nouvelle Vague y a la vez se ha rebelado contra su carga ideológica. Si bien Carax comparte con Godard el impulso experimental y la fascinación por la forma, se distancia de él en el tono: donde el primero se abandona al dolor, al amor y al duelo, el segundo fue, hasta el final, un polemista de mirada acerada.

C’est Pas Moi es también una exploración del duelo. A través de los rostros y figuras ausentes que pueblan la película —Katerina Golubeva, Guillaume Depardieu, Jean-Yves Escoffier, el propio Godard—, Carax entreteje un tapiz de pérdidas personales y profesionales. Su hija, Nastya Golubeva Carax, toca al piano una desgarradora versión del tema de Las señoritas de Rochefort, cerrando el film con una nota de belleza triste, un eco sonoro de lo que fue y ya no es. Este gesto —íntimo, musical, performático— condensa la esencia del cine de Carax: lo sentimental envuelto en una estética de alto contraste, el artificio al servicio de la emoción.

La propuesta de C’est Pas Moi también revela las diferencias entre el cine francés y otras cinematografías nacionales. ¿Qué otro país —salvo Francia— permitiría, y más aún, celebraría, un experimento tan personal, fragmentario y desafiante? Esta libertad, que raya en la indulgencia, es también un gesto político: Carax se niega a complacer, a explicar o a justificar. Su cine es una extensión de sí mismo, un acto de resistencia poética ante una industria cada vez más homogeneizada.

En definitiva, C’est Pas Moi es un autorretrato deliberadamente borroso, un espejo roto en el que se refleja no sólo la figura de Leos Carax, sino también la historia del cine, la memoria afectiva y los fantasmas del siglo XX. Es un filme que no se deja poseer fácilmente, que exige del espectador una entrega similar a la que el cineasta ha ofrecido a lo largo de su carrera: visceral, radical, y profundamente humana. No es una película para todos, y quizá tampoco lo pretende. Pero para quienes hemos seguido a Carax en sus caídas y resurrecciones, en sus delirios barrocos y sus silencios dolientes, este cortometraje es un regalo invaluable: el retrato de un cineasta que dice “no soy yo” mientras se revela por completo.

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