Diamante salvaje | Review

La película de Agathe Riedinger retrata a Liane, una joven atrapada entre la fantasía de la fama y la violencia de su propia exposición. Un relato incómodo sobre la generación que confunde la validación con la salvación.
Diamante Salvaje (2024)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Agathe Riedinger
Reparto: Malou Khebizi, Idir Azougli, Andréa Bescond y Ashley Romano,
Disponible en Mubi

En el abrasador sur de Francia, entre casas modestas y calles sin promesas, se gesta un espejismo: Liane, una joven de diecinueve años, convertida en su propia fantasía hipersexualizada, una muñeca de carne y plástico que hace de su cuerpo un campo de batalla y vitrina de mercado. La ópera prima de Agathe Riedinger surge como un grito incómodo entre la frivolidad de Instagram y la sordidez de la marginalidad: un cuadro donde la belleza y la herida se funden en una sola llaga brillante.

Liane no es solo un personaje: es el síntoma de una época que exige a las mujeres ser imágenes antes que personas, cuerpos antes que biografías. Ella, interpretada con temblorosa fiereza por Malou Khebizi, encarna la paradoja de toda una generación: exponerlo todo para tenerlo todo, sin darse cuenta de que lo único que se consume es su propia piel. Cada filtro, cada pose, cada zoom en sus labios inflados y pechos comprados, es a la vez una armadura y una herida supurante.

En esta película, el TikTokismo –esa inmediatez editada y voraz– se cruza con un realismo social casi brutalista. Es como si la estética de la selfie se derritiera en un caldo espeso de desencanto y desesperanza. Riedinger logra capturar esa tensión en un encuadre que se siente demasiado estrecho, como la ropa interior que Liane exhibe en su audición: la vida se vuelve vitrina, pero la vitrina es una cárcel.

La Isla de los Milagros, el reality show que promete la salvación, es apenas un horizonte fantasmal. Liane se expone como sacrificio voluntario: un martirio posmoderno, una santa pagana del algoritmo, convencida de que la fama será la absolución de su infancia deshecha, de la madre que la abandonó, del sistema de acogida que la devoró y de un barrio que la traga viva cada noche. Su hermana pequeña, vestida como un reflejo precoz de la misma máscara, deja claro que la cadena de duplicación no termina con ella: la carne como legado.

El filme es feroz porque se atreve a mostrar lo obvio que nadie quiere mirar: que detrás de cada chica influencer que se retuerce para la cámara, hay una fragilidad tan profunda como un pozo sin fondo. La secuencia en la que Liane intenta tocarse a solas –y no siente nada– es el corazón sangrante de la película. El sexo, la seducción, la provocación: todo se vuelve simulacro cuando el placer real es tan inaccesible como la felicidad. Es la imagen la que goza, no la mujer.

Hay, sin embargo, una tensión no resuelta que daña –y al mismo tiempo engrandece– la propuesta de Riedinger: ¿hay esperanza para Liane? ¿Es la fama una promesa falsa o una posibilidad legítima para escapar de la miseria? El guion se enreda en esta ambigüedad: no hay una lección clara ni un juicio moral implacable. Es un retrato que se resiste a ser sermón, pero también se tambalea en su indecisión narrativa. Como su protagonista, la película titubea entre la rebelión y la resignación, entre la ferocidad y la ternura.

Y sin embargo, esa indecisión la hace más veraz. Porque Liane no es una heroína trágica ni una víctima redimida: es una chica normal, un producto y a la vez una productora de su propia ficción. Roba, se embriaga, vende su cuerpo a medias, sueña con contratos y portadas, pero sigue siendo esa niña abandonada que se aferra a la única certeza que le queda: su reflejo multiplicado en la pantalla.

Riedinger nos entrega así un relato incómodo, punzante, que se arrastra por la frontera donde la belleza es siempre un arma de doble filo: deslumbra mientras te corta. En la era de la fama líquida, Liane es el altar y la ofrenda; la santa patrona de la autoexplotación. Una muñeca rota que sigue bailando para una audiencia invisible. Y nosotros, voyeurs compasivos, no podemos dejar de mirar.

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