Dracula: A Love Tale | Review

Luc Besson reinventa el mito del vampiro al privilegiar el costado romántico y trágico del Conde, más que el terror clásico. Caleb Landry Jones ofrece una interpretación intensa y contenida que humaniza al monstruo.
Dracula: A Love Tale (2025)
Puntuación:★★½
Dirección: Luc Besson
Reparto: Caleb Landry Jones, Christoph Waltz, Zoë Bleu Sidel, Matilda De Angelis, Guillaume de Tonquédec y Raphael Luce.
Estreno en cines

Luc Besson nunca ha sido un cineasta tímido a la hora de reimaginar arquetipos. Desde la figura del asesino solitario en El perfecto asesino hasta la heroína futurista en El quinto elemento, su cine ha sabido oscilar entre lo lírico y lo desmesurado, entre lo romántico y lo violento. En Drácula: A Love Tale (2025), decide enfrentarse a uno de los mitos más revisitados del séptimo arte: el Conde Drácula. Pero lejos de plegarse a la tradición gótica y sanguinaria que suele acompañar al personaje, Besson desplaza el eje narrativo hacia un territorio insólito: el del melodrama romántico con tintes de tragedia.

La historia de Bram Stoker se convierte aquí en un cuento de amor eterno que desafía siglos, fronteras y hasta a la mismísima divinidad. Si Coppola en 1992 había dotado al conde de una sensualidad barroca y un erotismo gótico, Besson le otorga un romanticismo desbordado, cercano a la obstinación obsesiva. Su Drácula no es el villano absoluto, sino un hombre quebrado por la pérdida, condenado a vagar siglos en busca de la reencarnación de su amada. Ese gesto humaniza la monstruosidad y plantea una pregunta sugerente: ¿qué queda del mito del vampiro cuando se le arranca la perversión y se le viste de enamorado?

El traslado de la acción a la Belle Époque parisina refuerza esta lectura. No es lo mismo un conde transilvano oculto en un castillo que un extranjero errante que llega a una ciudad en pleno esplendor cultural, víspera de los festejos del centenario de la Revolución Francesa. El anacronismo es deliberado: París, símbolo del refinamiento y de la modernidad, se convierte en el escenario donde el mito choca con la historia. Aquí Drácula ya no encarna el miedo a lo extranjero, sino el drama universal de la espera y la obsesión amorosa.

El pilar que sostiene la apuesta de Besson, es su reparto. Caleb Landry Jones entrega quizá su interpretación más contenida y devastadora. Tras su explosiva Dogman, el actor vuelve a cargar sobre sus hombros un personaje al límite, pero esta vez evitando la caricatura. Su Drácula no sonríe con colmillos de cartón ni cae en la autoparodia; es un hombre que sangra por dentro, atrapado en la nostalgia de lo irrecuperable. Frente a él, Zoë Bleu encarna a Mina/Elisabetta con fragilidad y misterio, convirtiéndose en la chispa que reaviva la maldición del conde. Y en el extremo opuesto, Christoph Waltz, en la piel de un sacerdote que sustituye al tradicional Van Helsing, otorga gravedad y ambigüedad moral, evitando el histrionismo que se podría esperar de un antagonista eclesiástico.

Si bien la fotografía no destaca particularmente —Besson prefiere la claridad convencional sobre la oscuridad expresionista que tanto favorece al mito vampírico—, el diseño de producción cumple con la reconstrucción de época y la banda sonora de Danny Elfman compensa cualquier carencia visual. Elfman, con su habitual mezcla de lo siniestro y lo melódico, convierte la experiencia en un viaje sensorial que equilibra la dulzura romántica con los ecos del horror.

El mayor riesgo de Drácula: A Love Tale es también su mayor virtud: renunciar al terror para abrazar la tragedia romántica. Al hacerlo, Besson subvierte las expectativas de quienes esperan un banquete de sangre y sombras. Algunos lo verán como una traición al mito; otros, como un gesto necesario para mantener viva una historia centenaria. En un momento donde los remakes y reboots suelen optar por la fidelidad literal o la ironía posmoderna, esta apuesta por el lirismo romántico resulta refrescante.

Al final, el filme no solo habla de un vampiro que espera cuatrocientos años por reencontrarse con el amor de su vida. Habla también del propio acto de contar una historia tantas veces recontada: el cine, como Drácula, regresa una y otra vez desde su tumba cultural, reinventado, transformado, pero siempre vivo. Y en ese gesto, Besson parece recordarnos que lo único eterno, más allá de la sangre, la fe o la muerte, es el amor al arte.

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