Agente Secreto es un thriller político brasileño ambientado en la dictadura de 1977 que mezcla el neo-noir con elementos del neorrealismo latinoamericano. A través de la historia de Marcelo, un profesor perseguido, la película explora la doble vida, la memoria y la resistencia.
FICM 2025 | El agente secreto (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Kleber Mendonça Filho
Reparto: Wagner Moura, Maria Fernanda Candido, Gabriel Leone, Carlos Francisco, Alice Carvalho, Italo Martins y Udo Kier
A lo largo de los años, podemos mencionar la cantidad de películas que han utilizado el cine como un método de escapismo ante una cruda realidad. Sin embargo, los discursos cinematográficos no necesariamente tienen que ser lineales, y siempre se puede encontrar otro enfoque.
No es de extrañar que, internacionalmente, la ficción no sea un elemento de huida, sino una barrera de protección ante la realidad (I Was Just an Accident); una representación respetuosa, pero con conciencia de lo que ocurre (The Voice of Hind Rajab); e incluso puede ser sinónimo de resistencia, respeto a la memoria y una manera de revelar la verdad histórica de un país. En esta categoría cabe el filme Agente Secreto, una de las mejores películas latinoamericanas del año, que demuestra el paso histórico y la calidad que está alcanzando Brasil en el séptimo arte.
Situada en 1977, durante la dictadura militar brasileña, la historia sigue a Marcelo, un profesor que huye a la ciudad de Recife con la esperanza de construir una nueva vida y reencontrarse con su hijo. Pronto se da cuenta de que la ciudad está lejos de ser el refugio que busca, pues las fuerzas gubernamentales, en complicidad con otros grupos, lo estarán persiguiendo.
Quizás para muchos podría parecer otro relato sobre las dictaduras, similar a un drama político. Pero es gracias a distintos factores que esta cinta se vuelve una bocanada de aire fresco y consigue un estilo propio.
El primero es tener como género central el thriller tipo neo-noir, otorgándole a Marcelo dos líneas narrativas: la primera explora las condiciones de su estatus de refugiado político; la segunda muestra cómo, gracias a un contacto, se convierte en funcionario de la oficina de registros, bajo el mando del jefe de policía Euclides, quien le ofrece protección. Esto le da una doble identidad: por un lado, huye del poder; por el otro, trabaja cerca de él. La cinta juega a lo largo de su metraje con estos dos mundos, a la espera de que, tarde o temprano, choquen.

El segundo elemento es su escritura y desarrollo. Aunque para algunos el ritmo podría parecer lento, la película se toma su tiempo para presentar a los personajes y las situaciones. Esta es una característica que, en los últimos años, se repite en muchos trabajos del cine brasileño (como el reciente I’m Still Here), donde se apela a la construcción de los perfiles de los personajes centrales para, en el segundo acto, “lanzar toda la carne al asador” y mostrar el conflicto. ¿Cuál es el objetivo de extender un primer acto? Apelar aún más a la empatía con los personajes, resaltar mejor al antagonista, desarrollar las subtramas o dar paso a un secundario que aporte a la discursiva. Todos estos elementos se van desplegando poco a poco hasta llegar a un clímax que termina por cruzar todos los caminos.
El tercer elemento es la combinación de estilos y géneros, tomando de vez en cuando elementos del neorrealismo latinoamericano que van desde un gato de dos cabezas, la biopsia de un tiburón, hasta una pierna asesina. Esto le permite coquetear con otros subgéneros (desde la comedia, el terror, el documental, hasta la serie B) sin desviarse del tono principal del filme. Además, estas figuras simbólicas reflejan la doble vida del protagonista, los miedos derivados de su persecución, la naturaleza de un régimen autoritario y las “historias” de fantasía que el Estado utiliza para distraer de una realidad tan cruda (¿alguien dijo El Chupacabras?).
Esto se logra gracias a una excelente dirección, que utiliza la fotografía y la edición para situar el tono correcto en cada secuencia sin provocar un revoltijo de estilos. Así, a pesar de tener diferentes subgéneros, el director marca la pauta y realiza transiciones precisas y coherentes (por ejemplo, de una secuencia a otra pasamos de la historia de una pierna asesina al estilo serie B a la narración de la misma en un periódico con el lector comentando que es un distractor del gobierno).
El cuarto elemento es, de cierta manera, un homenaje al séptimo arte, donde se establece al cine no como un elemento de distracción, sino de refugio para las historias que viven bajo la persecución política, como herramienta de reconstrucción de la memoria histórica. Esto se muestra en una de las escenas más conmovedoras, donde Marcelo encuentra un lugar seguro para contar su historia dentro de un complejo cinematográfico. Es interesante la manera en que los guionistas utilizan la ficción y la magia del cine no para escapar de la realidad, sino para complementarla y exponerla.

¿Por qué hacer esto y no un documental o una obra de no ficción? A veces hay partes incompletas en estos relatos, derivadas de la represión vivida en aquellos tiempos, y quizá el arte sea una manera de reconstruir y preservar lo que no se pudo contar.
Quizás este sea el elemento más valioso: no anclarla al documental o la no ficción le otorga dos características; es política, pero aleccionadora; no se siente regional, sino universal, pues la historia de Marcelo puede ser la de cualquiera que haya vivido bajo este régimen o padecido un gobierno de esa clase. Archivada y fragmentada en una serie de audios o en un cajón de oficina, la historia encuentra en la ficción la manera de completarse. Es ahí donde se justifica perfectamente el uso del neorrealismo, y donde su crítica punzante adquiere una atemporalidad.
Por último, destaca la estupenda actuación de Wagner Moura, quien le añade a su papel un perfil interesante entre la resiliencia y el drama personal. Podría sorprender con alguna nominación en la próxima temporada de premios. Brasil, una vez más, lo ha logrado. El gran momento cinematográfico que vive se traduce en un Oso de Plata recién ganado, un premio Óscar y dos premios en Cannes, uno por dirección y otro por actuación.
Todo esto se alinea con la intención de rememorar la memoria histórica de una época sinónimo de un pasado oscuro, reconstruyendo aquellos momentos que se intentaron borrar mediante el autoritarismo y utilizando el arte como la soldadura de la historia de un país que busca la redención.
Sobre todo, nos recuerda que, para todos los que están en resistencia, siempre existirá un refugio para contar sus historias y rescatar lo que aquellos, por la “ley del dedo”, han decidido borrar.
Ese lugar se llama cine, un santuario donde la memoria puede inmortalizarse y vivir eternamente a través de la imagen y el sonido.