El Diablo Fuma es un perturbador retrato sobre una infancia fracturada, donde cinco niños quedan atrapados con una abuela paranoica que confunde realidad y superstición.
CRFIC 2025 | El Diablo Fuma (Y Guarda Las Cerillas Quemadas En La Misma Caja) (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Ernesto Martínez Bucio
Reparto: Carmen Ramos, Donovan Said, Mariapau Bravo Avina, Rafael Nieto Martínez y Regina Alejandra
En El Diablo Fuma (Y Guarda Las Cerillas Quemadas En La Misma Caja), Ernesto Martínez Bucio se atreve a habitar un territorio cinematográfico incómodo: ese espacio borroso donde la niñez se convierte en el espejo de miedos heredados y fantasías distorsionadas. Su ópera prima es un drama familiar atravesado por ecos de terror y realismo mágico, pero su verdadero pulso late en la fragilidad de sus personajes: cinco niños atrapados con su abuela en una casa que parece respirar la paranoia de todos sus habitantes.
Desde su primera imagen —unas manos que reconstruyen con torpeza un collage de fotos rotas—, la película revela su apuesta formal: un relato fragmentado, elíptico, que se rehúsa a explicarse de forma directa. Bucio confía en que el espectador entre en la mente de estos hermanos, a quienes distinguimos con dificultad entre pasillos clausurados y ventanas tapiadas. La cámara, siempre inquieta y cercana, espía sus juegos y temores con una pulsión casi documental, pero sin la frialdad de un observador clínico. Aquí, cada encuadre parece temblar junto a los personajes.
La abuela Romana, interpretada con dureza y matices por Carmen Ramos, es el epicentro de la tensión: paranoica y desgastada, encierra a sus nietos con la convicción de que afuera acecha un demonio dispuesto a derribarlos junto a su refugio. La locura se convierte en ley, y la imaginación infantil —esa chispa que debería ser juego y consuelo— se contamina de una religiosidad asfixiante y supersticiones domésticas. ¿Es el diablo quien fuma o es la fe misma la que envenena el aire? Las noticias sobre la visita del Papa se filtran como un coro distante, ironizando la idea de un salvador que nunca llega.

Uno de los mayores logros de Bucio es su manejo del fuera de campo. El horror no se muestra en golpes de efecto, sino que se insinúa en ruidos apagados, puertas selladas y miradas que rehúyen la luz. La atmósfera opresiva se intensifica gracias a una cámara siempre en movimiento, que recorre rincones saturados de objetos y recuerdos. El resultado es un mundo doméstico tan claustrofóbico como fascinante, donde el espectador, al igual que los niños, debe armar el rompecabezas de un pasado que se rebobina en viejas cintas de video.
A pesar de su estructura dispersa y sus riesgos formales —que por momentos rozan la confusión—, El Diablo Fuma nunca pierde de vista su centro emocional: la pureza rota de sus jóvenes protagonistas. La dirección de actores es notable; cada niño revela, con gestos mínimos, una vulnerabilidad que se siente real y desgarradora. La camiseta robada, los sueños de una carrera de enfermera, las zapatillas deportivas que dejan los padres ausentes: pequeños objetos que se cargan de un simbolismo melancólico, como cerillas encendidas que tarde o temprano se consumirán.
La llegada de la policía y los servicios sociales podría leerse como un atisbo de salvación, pero Bucio no ofrece finales reconfortantes. Lo siniestro, parece decirnos, no siempre se exorciza al abrir la puerta: a veces queda encerrado dentro, aguardando su próxima chispa.
Con este debut, Martínez Bucio confirma un pulso autoral audaz y una sensibilidad dispuesta a incomodar. El Diablo Fuma es un retrato inquietante de la infancia como umbral de lo monstruoso, una caja cerrada donde cada fósforo apagado guarda la promesa de un nuevo incendio.