El Eternauta es una ambiciosa adaptación del icónico cómic argentino, que combina una narrativa postapocalíptica emotiva con una potente recreación visual. La serie logra renovar el clásico con identidad propia, abriendo camino a futuras temporadas.
Las narrativas postapocalípticas han ocupado un lugar privilegiado en la cultura audiovisual contemporánea. Series como The Last of Us y Silo han demostrado que los relatos sobre el colapso del mundo no solo son vehículos de espectáculo visual, sino también una vía poderosa para explorar la condición humana. En esa misma línea, pero con un anclaje histórico y político profundamente latinoamericano, irrumpe El Eternauta, la ambiciosa adaptación del clásico cómic de Héctor Germán Oesterheld, producida por Netflix y dirigida por Bruno Stagnaro. Esta serie no solo retoma una de las obras fundacionales de la ciencia ficción argentina, sino que intenta, con mayor o menor éxito, dialogar con un legado cultural marcado por la memoria, la resistencia y la identidad nacional.
Entre la fidelidad y la reinterpretación
La historia comienza de forma aparentemente sencilla: durante una noche calurosa y agobiante en Buenos Aires, un grupo de amigos reunidos en una casa se enfrenta a un extraño apagón que antecede a un fenómeno insólito: una nevada tóxica que mata instantáneamente a quien se expone a ella. Juan Salvo (interpretado por el gran Ricardo Darín, un tanto contenido pero magnético), el protagonista, decide entonces lanzarse a la ciudad desierta y hostil para reencontrarse con su exesposa e hija. Esta premisa, que ya en la historieta original servía como metáfora de la amenaza latente en tiempos de dictadura y represión, encuentra en la versión televisiva una actualización visual y narrativa que la hace resonar con los miedos y tensiones del presente.
La serie, que consta de seis episodios en su primera temporada, mantiene muchos de los elementos clave del cómic —la nevada mortal, los invasores alienígenas, la idea del héroe colectivo—, pero también introduce variaciones significativas. Desde el inicio, con una secuencia que muestra a tres adolescentes navegando por el Río de la Plata mientras se desata una aurora boreal artificial sobre Buenos Aires, se percibe un cambio de tono: esta Eternauta es más introspectiva, más contemporánea y más cercana al drama humano que a la épica pura.

Una apuesta por el drama de personajes
Lo que hace funcionar a El Eternauta en su mejor momento no es únicamente su despliegue técnico —notable en algunas secuencias como el ataque en un mall abandonado o la irrupción de insectos gigantes en Puente Saavedra—, sino su decisión de priorizar las relaciones humanas. A través de un enfoque que oscila entre el thriller de supervivencia y el drama intimista, la serie va desmenuzando la psicología de sus personajes. Juan Salvo, figura central y símbolo de la persistencia, es acompañado por un conjunto coral que enriquece la narrativa: el ingeniero Favalli (César Troncoso), tan escéptico como brillante; el volátil Omar (Ariel Staltari); y Elena (Carla Peterson), la exesposa de Juan, cuya relación tensa y conflictiva con él añade capas de complejidad emocional a la búsqueda desesperada por su hija.
Estos personajes no son simples estereotipos de un relato catastrofista; en cambio, cargan con contradicciones, traumas y esperanzas que los hacen reconocibles, incluso entrañables. La actuación de Darín, como es habitual, aporta una solidez emocional imprescindible, pero es el conjunto del elenco el que sostiene el tono dramático sin caer en el melodrama.
Adaptar una obra tan cargada de sentido como El Eternauta implica asumir riesgos inevitables. La serie, por momentos, parece debatirse entre dos tensiones: por un lado, honrar la esencia del cómic original —con su carga política, su simbolismo de resistencia colectiva, su retrato de una Buenos Aires sitiada— y, por otro, ofrecer un producto globalmente atractivo, alineado con los códigos del streaming internacional. Este dilema se expresa en la mezcla de referencias locales, y una banda sonora compuesta con clásicos del rock argentino, y una puesta en escena que remite a distopías globales como Falling Skies o The Walking Dead.
Sin embargo, en este equilibrio inestable también reside parte de su fuerza. La serie no intenta replicar la historieta en tono y forma, sino dialogar con ella. Se toma libertades necesarias para convertirla en un producto autónomo, y aunque no siempre logra alcanzar la densidad política del original —sobre todo en cuanto al mensaje de resistencia frente al autoritarismo—, sí consigue actualizar su núcleo emocional: la fragilidad humana frente a lo desconocido, y la posibilidad de construir sentido incluso en medio del desastre.

Una promesa en construcción
A pesar de un inicio algo lento y titubeante, El Eternauta va ganando solidez con el paso de los episodios. A partir del tercero, cuando las amenazas extraterrestres se hacen visibles y la acción cobra mayor dinamismo, la narrativa se intensifica sin perder el foco en sus personajes. El final del cuarto episodio deja planteada con claridad la premisa general, estableciendo un universo con potencial para ser expandido en futuras temporadas.
El Eternauta no es una obra perfecta, ni pretende serlo. Es una interpretación contemporánea de un clásico cargado de expectativas, que logra ser fiel a su espíritu sin estar atada a su forma. En su corazón late una Buenos Aires reconocible, azotada por una amenaza que la supera pero no la derrota. Con actuaciones convincentes, un diseño de producción destacado y una mirada humanista que privilegia la empatía sobre el espectáculo, esta serie se convierte en una de las propuestas más sólidas de la ciencia ficción latinoamericana reciente.
Y si bien es probable que no satisfaga por completo a los puristas del cómic, no deja de ser un hito significativo: El Eternauta finalmente ha llegado a la pantalla, y lo ha hecho con la ambición —y la dignidad— que merece.