En Holy Motors (2012) Leos Carax construye una odisea metacinematográfica donde el maestro anticipa los dilemas del cine del siglo XXI —la crisis de las salas, el dominio digital y la saturación de imágenes— y se erige hoy, en 2025, como una de las obras más influyentes de la época.
En 2012, el maestro Leos Carax sorprendió al panorama internacional con una propuesta llamada Holy Motors, una obra que desde su estreno se instaló en la categoría de acontecimiento cinematográfico. Lo que en su momento parecía un delirio experimental ha devenido, trece años después, en un referente indiscutible del cine contemporáneo. En pleno 2025, la película no solo se le puede considerar una de las piezas más influyentes del siglo XXI, sino que encarna la tensión entre el cine como arte de la representación y la vida como artificio performativo.
La propuesta narrativa se articula en torno a Monsieur Oscar (Denis Lavant), un actor que, a lo largo de un día, interpreta múltiples identidades en distintos espacios de París, desplazándose en una limusina que opera como camerino, archivo de máscaras y metáfora de la propia máquina cinematográfica. Esta estructura episódica funciona como un palimpsesto fílmico: cada “cita” o performance constituye una exploración de géneros —del motion capture al musical, del melodrama intimista al cine social— que no solo dialogan entre sí, sino que se autodestruyen y regeneran en un ciclo constante de mutación.

La actuación de Lavant, camaleónica y radical, da cuenta de un proceso metacinematográfico: cada encarnación interroga la relación entre el actor, el personaje y el espectador, revelando que toda identidad es un dispositivo construido, una máscara contingente. En este sentido, Holy Motors puede leerse desde los marcos teóricos de la performatividad (Butler) y de la representación cinematográfica como juego de espejos entre realidad y ficción. Carax tensiona precisamente esa frontera: ¿existe una “verdad” detrás de las actuaciones de Oscar o toda experiencia humana está inevitablemente mediada por la teatralidad?
El film despliega, además, un discurso autorreflexivo sobre el cine como medio. La secuencia inicial, en la que una sala de proyección aparece habitada por espectadores dormidos que “han dejado de mirar”, constituye una alegoría sobre la crisis de la experiencia cinematográfica colectiva en el siglo XXI. La irrupción de las plataformas VOD, la fragmentación del consumo y la saturación de imágenes que habían apenas comenzado en 2012; hoy, en 2025, la escena se resignifica como anticipación crítica de un espectador pasivo, anestesiado por el flujo ininterrumpido de contenidos.
Uno de los momentos más significativos es la aparición de Kylie Minogue, cuyo número musical “Who Were We?” se filmó en directo y emerge como instante de suspensión lírica dentro del frenesí narrativo. En su figura, Carax convoca la dimensión espectral de la memoria y la pérdida, anclando el relato en el lamento por aquello que no se vivió. Su presencia, a la vez mediática y fantasmática, condensa la condición del cine como arte que oscila entre lo efímero y lo inmortal.

Desde el punto de vista formal, Holy Motors despliega una puesta en escena caleidoscópica: el montaje fragmentado, la fotografía que convierte París en un espacio mutante y fantasmagórico, y la hibridez de registros expresivos revelan la apuesta de Carax por un cine expandido que desafía las convenciones narrativas clásicas. Este carácter mutante conecta con la noción de cine como “máquina de devenir” (Deleuze), capaz de transformar lo real en potencia estética inagotable.
La conversación entre Monsieur Oscar y el personaje de Michel Piccoli sintetiza las tensiones que atraviesan el film. “La belleza está en la mirada del que observa”, sentencia Piccoli, enfatizando el rol activo del espectador en la constitución de sentido. La réplica de Oscar —“¿y si dejan de mirar?”— resuena hoy como una interpelación al porvenir del cine en la era digital, cuando la proliferación de imágenes amenaza con diluir el acto mismo de contemplar.
En retrospectiva, Holy Motors se revela como un manifiesto cinematográfico. Su legado reside en haber demostrado que el cine del siglo XXI no está condenado al agotamiento del realismo convencional, sino que puede reinventarse como un espacio de experimentación radical. La película plantea que el cine no solo representa el mundo, sino que lo reinventa, recordándonos que, como espectadores, también somos actores de nuestras ficciones cotidianas.
Así, en 2025, la obra de Carax se erige como paradigma de lo que el cine puede y debe ser: un dispositivo crítico, performativo y poético que insiste en la necesidad de arte, de amor, de locura y de juego. Holy Motors es, en última instancia, la confirmación de que el cine sigue siendo —más allá de plataformas, algoritmos o mercados— el gran teatro donde se confunden, de manera magistral, la realidad y la ficción.