Indomables es un elegante pero fallido melodrama ambientado en los años 50, que explora los deseos reprimidos y amores queer en un entorno conservador. A pesar de su exquisita fotografía y actuaciones individuales sólidas, la película se ve lastrada por la falta de química entre los personajes.
Indomables (2024)
Puntuación:★★½
Dirección: Daniel Minahan
Reparto: Daisy Edgar-Jones, Jacob Elordi, Will Poulter, Diego Calva y Sasha Calle
Disponible: VOD Google Play
Daniel Minahan regresa al largometraje con Indomables, un western melancólico con tintes noir ambientado en la sofocante represión de los años 50. Adaptación de la novela de Shannon Pufahl, la película propone un universo de anhelos silenciados, pasiones transgresoras y pulsiones queer contenidas por el corsé de la moral conservadora. Con una factura visual deslumbrante y un guion ambicioso, el filme se adentra en territorios complejos —deseos prohibidos, dobles vidas, y la búsqueda de identidad—, pero tropieza en el punto más esencial para una historia que pretende explorar la intimidad emocional: la conexión entre sus personajes.
Desde su planteamiento, On Swift Horses se construye como una coreografía de miradas furtivas y cuerpos desplazados, más que de encuentros reales. Julius (Jacob Elordi), un joven taciturno recién llegado de la Guerra de Corea, irrumpe en la vida de su hermano Lee (Will Poulter) y de su prometida Muriel (Daisy Edgar-Jones) con un halo de misterio y una presencia física que la cámara no deja de subrayar. El regreso del hermano pródigo altera la aparente quietud de una vida suburbana por construir, pero el guion de Bryce Kass —denso en temas, pero esquivo en matices— no logra traducir esa irrupción en tensión dramática convincente.
La película opta por una estructura paralela: Julius se lanza a Las Vegas, a un mundo de luces falsas y juegos de azar, donde encuentra en Henry (Diego Calva) un amante imprevisible; mientras que Muriel, atrapada en un matrimonio funcional y estéril, explora su deseo por una vecina latina, Sandra (Sasha Calle), en un entorno suburbano que también le resulta ajeno. Ambas líneas argumentales comparten un mismo impulso de escape y transgresión, pero nunca logran transmitir autenticidad emocional. La dirección de Minahan insiste en la estética —espejos, sombras alargadas, detalles de época cuidadosamente recreados— pero parece incapaz de extraer de sus actores una conexión genuina.

En este sentido, la principal debilidad del filme radica en la ausencia total de química entre los intérpretes, lo que socava el corazón del relato. Elordi, con su aire de galán retro a lo Montgomery Clift, compone un Julius estéticamente impecable pero emocionalmente plano. Su relación con Henry —teóricamente cargada de deseo y contradicción— se despliega sin fricción ni fuego. Las escenas íntimas, cuidadosamente fotografiadas por Luc Montpellier, resultan inertes, como si se tratara de ejercicios formales más que de manifestaciones de una pasión latente. Del otro lado, el vínculo entre Muriel y Sandra padece del mismo mal: por más que Edgar-Jones logre transmitir una sensualidad contenida y una vulnerabilidad dulce, la dinámica con Calle carece de tensión y descubrimiento mutuo. Son momentos que deberían ser puntos de inflexión emocionales, pero quedan como postales vacías.
El espectador nunca siente que estas personas se deseen de verdad. Las relaciones homosexuales, que deberían ser el núcleo emocional del film, se desarrollan en un plano puramente simbólico, como si Minahan estuviera más interesado en los conceptos —el amor queer como resistencia, el dinero como libertad— que en las vivencias reales de sus personajes. El resultado es una película que, aunque formalmente cuidada y repleta de buenas intenciones, se percibe fría, distante, casi clínica.
Técnicamente, Indomables es impecable. La dirección de arte es meticulosa, los escenarios —desde el hipódromo al bar gay, del desierto de Nevada al nuevo suburbio californiano— están impregnados de una estética nostálgica y evocadora. La fotografía construye atmósferas con una paleta delicada y cierta ambición pictórica que recuerda al trabajo de Gordon Parks. Incluso el montaje respeta el ritmo contenido del relato, asumiendo con convicción la lentitud narrativa como opción estilística.

Pero ningún virtuosismo visual puede suplir la falta de pulsión vital entre sus personajes. Cuando Julius le guiña un ojo a Muriel en su primer encuentro, el guion quiere sugerir una chispa, una conexión intuitiva, pero lo que se percibe es una línea de diálogo vacía. Cuando Henry y Julius amanecen juntos tras una noche de pasión, lo que debería ser revelación y alivio se convierte en una imagen congelada. Y cuando Muriel y Sandra se buscan con la mirada en medio de la cotidianidad suburbana, no hay ni deseo ni complicidad, solo el eco de una idea que nunca se encarna.
En definitiva, Indomables es una película con mucho en juego y poco que ofrecer a cambio. Es ambiciosa en sus temas, refinada en su forma, pero fallida en su ejecución emocional. Si el amor, la identidad y el deseo son motores narrativos, aquí aparecen reducidos a abstracciones, traicionados por una puesta en escena que no sabe cómo insuflarles vida. El resultado es un filme que se queda a medio camino entre el melodrama lírico y el retrato psicológico, sin alcanzar nunca la verdad de ninguno.
Como decía Muriel en una de sus cartas: “Nos parecemos más de lo que creemos”. Tal vez sí. Pero nunca logramos verlo, ni sentirlo.