Jurassic World Renace es un reinicio cansino y sin garra que, pese a su gran reparto y dinosaurios mejor diseñados, se ahoga en personajes planos y secuencias de acción insípidas.
Jurassic World Renace (2025)
Puntuación:★★
Dirección: Gareth Edwards
Reparto: Scarlett Johansson, Mahershala Ali, Jonathan Bailey, Rupert Friend, Manuel Garcia-Rulfo y Ed Skrein
Estreno en cines
Hay franquicias que envejecen como el vino y otras que, como un cadáver de dinosaurio mal conservado, se pudren a la intemperie mientras un puñado de ejecutivos excava en sus huesos con la esperanza de clonar la misma taquilla de antaño. Jurassic World Renace no es solo un síntoma de agotamiento creativo en Hollywood; es el eco patético de una saga que alguna vez nos hizo temblar de asombro y que ahora solo provoca bostezos y un ligero ardor en el estómago.
Desde Jurassic Park (1993), Spielberg nos enseñó que la verdadera amenaza no eran los dinosaurios, sino nuestra arrogancia de dioses jugando con la naturaleza. Aquel parque era un laboratorio de tensión: personajes memorables, diálogos que aún se citan y una partitura que se incrusta en la médula espinal. Hoy, más de tres décadas después, la resurrección jurásica se parece menos a la majestuosidad de un Brachiosaurus emergiendo de entre las copas de los árboles y más a un fósil de plástico made in China.
Gareth Edwards, un director con el músculo visual de Godzilla y Monsters, llega aquí sin garras ni dientes. En teoría, su destreza para dar peso y escala a criaturas colosales debería electrizar una franquicia hambrienta de nuevas pesadillas. Pero en Renace nada muerde de verdad. Los dinosaurios —esas bestias que deberían helarnos la sangre— son apenas un eco mal renderizado de su propia leyenda. Parecen hologramas que se pasean por la pantalla, domesticados para que Scarlett Johansson y Jonathan Bailey puedan lucir impecables y hermosos bajo la lluvia CGI.

Pero el verdadero meteorito que extingue esta entrega no cae del cielo: camina sobre dos piernas y recita diálogos huecos. La franquicia siempre se sostuvo sobre personajes humanos que encarnaban nuestros miedos y contradicciones. Aquí, en cambio, tenemos una galería de maniquíes sin carne ni espíritu: mercenarios insípidos, científicos genéricos y capitalistas malvados de manual, tan desechables como la carnada que arrojan a los raptores. ¿De verdad alguien se estremece por la suerte de Zora Bennett? ¿Nos conmueve el paleontólogo masticando mentas como chiste de sitcom? No. Porque no hay humanidad, solo figurines intercambiables.
Incluso la subtrama —una familia atrapada en la isla con más suerte que sentido común— brilla no por su audacia, sino porque al menos genera la ilusión de peligro. Una familia en fuga, un mosasaurio más grande que la taquilla de Dominion, y algunos saltos de árbol a árbol son lo más cerca que Renace está de recordarnos que esta saga alguna vez fue sinónimo de terror y maravilla. ¿Pero alcanza para sostener una película? Ni de broma. La tensión se evapora cada vez que la cámara vuelve a Johansson, que está más preocupada por posar que por sobrevivir.
El colmo de la tristeza es que la película se jacta de ser un “homenaje” a la original, mientras copia sus planos icónicos sin entender su ADN emocional. La música de Desplat —un reciclaje ceremonial de Williams— apenas alcanza para disfrazar la necrosis creativa. Las ideas que podrían revitalizar la franquicia —dinosaurios mutantes, farmacéuticas carroñeras, islas ecuatoriales convertidas en reservas prohibidas— se quedan varadas como huevos sin incubar. Ni la ciencia ficción especulativa ni la sátira corporativa encuentran un resquicio para florecer. Todo se resume en una fórmula de parque temático: corran, griten, mastiquen Snickers y pasen por la tienda de souvenirs donde hay muchos paquetes de Lays de todas las variedades.
Esta es la paradoja cruel de Jurassic World Renace: no muerde porque no quiere sangrar. Prefiere ser un reinicio tibio, domesticado para sobrevivir en la taquilla global, incapaz de devorar a su propio mito y renacer con furia.
Así que aquí estamos, treinta y dos años después, alimentando a un monstruo sin garras. Un dinosaurio de cartón piedra que deambula por la selva digital, rugiendo para ver si todavía recordamos aquel bramido primigenio que nos hizo saltar de la butaca. Lo recordamos, claro. Pero este fósil reanimado no lo merece.