La empleada | Review

La empleada recupera el espíritu del thriller erótico de los 90 desde una mirada contemporánea. Amanda Seyfried destaca con una actuación que sostiene incluso los pasajes más débiles del relato.
La empleada (2025)
Puntuación:★★★½
Dirección: Paul Feig
Reparto: Amanda Seyfried, Sydney Sweeney, Brandon Sklenar y Michele Morrone
Disponible en cines

La empleada se inscribe sin pudor en la tradición del thriller psicológico erótico que Hollywood explotó con fruición entre finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Paul Feig, cineasta asociado históricamente a la comedia, decide aquí tensar su registro y abrazar un tono más oscuro, aunque no del todo desprendido del exceso y la provocación que definieron a aquellos “placeres culpables”. El resultado es una película irregular pero conscientemente disfrutable, que oscila entre la eficacia genérica y una contención que a veces conspira contra su propio espíritu.

Uno de los grandes aciertos del film es Amanda Seyfried. Su Nina Winchester no solo funciona como motor del conflicto, sino como ancla tonal: incluso cuando el guion pierde ritmo o claridad, su interpretación sostiene la intriga con una mezcla de fragilidad, furia y ambigüedad que recuerda a las grandes femmes fatales trastocadas del cine negro tardío. Seyfried eleva un material que, en manos menos comprometidas, podría haber caído fácilmente en la parodia involuntaria.

Sydney Sweeney, como Millie Calloway, encarna con solvencia a la outsider clásica del subgénero: una joven con un pasado turbio, vulnerable y a la vez peligrosa, atrapada en un juego de poder que no termina de comprender. Su presencia física, explotada sin demasiada sutileza por la puesta en escena, dialoga con esa herencia noventosa donde el erotismo era parte constitutiva del suspenso. Brandon Sklenar completa el triángulo con un personaje deliberadamente arquetípico: el marido atractivo, aparentemente protector, cuya corrección resulta tan sospechosa como seductora.

Como adaptación de la novela de Freida McFadden, la película cumple sin mayores tropiezos. Los cambios introducidos pueden sentirse innecesarios para los lectores del libro, pero no traicionan su esencia: un relato construido a base de manipulaciones, giros abruptos y revelaciones retrospectivas que reorganizan el punto de vista. Feig y la guionista Rebecca Sonnenshine apuestan por una narración que juega al engaño constante, subrayando la desorientación de Millie y arrastrando al espectador a ese mismo estado de incertidumbre.

Sin embargo, allí donde La empleada funciona como homenaje, también se revelan sus limitaciones. La película parece debatirse entre tomarse en serio o entregarse de lleno al delirio. A diferencia de clásicos como Instinto básico o La mano que mece la cuna, aquí hay una prudencia contemporánea —quizá hija de lecturas feministas inevitables— que atenúa la negrura, la incorrección y la osadía que definían a aquel cine orgullosamente cursi y excesivo. Durante buena parte del metraje, el film se contiene más de lo que debería.

El último tramo, no obstante, se permite un desborde más acorde con el ADN del subgénero: exageración, violencia estilizada, algo de gore y una ridiculez bienvenida que libera tensiones acumuladas. Es allí donde La empleada parece encontrar finalmente su voz, aunque llegue tarde y sin la contundencia necesaria para dialogar de igual a igual con sus referentes.

Visualmente, la mansión aislada en el norte del estado de Nueva York funciona como un espacio simbólico eficaz: lujo, control y encierro. Feig aprovecha ese escenario para burlarse de ciertos estereotipos de la clase alta, aunque sin profundizar demasiado en la crítica social. La película prefiere el impacto inmediato al comentario incisivo, y eso, dependiendo del espectador, puede leerse como virtud o carencia.

En definitiva, La empleada es un thriller de intrigas consciente de su condición de producto industrial, diseñado para capitalizar un fenómeno editorial masivo y ofrecer entretenimiento provocador. No alcanza la audacia ni la perversión de los clásicos que evoca, pero tampoco reniega de ellos. Se disfruta más cuando abraza el exceso que cuando intenta sofisticarse, y encuentra en Amanda Seyfried su mayor fortaleza. Un ejercicio irregular, pero eficaz dentro de los códigos del género.

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