Misericordia | Review

Lo nuevo de Alain Guiraudie, es una tragicomedia rural que mezcla deseo, culpa y redención con humor negro y ternura insólita. Entre confesiones invertidas, enredos y un crimen, la película construye un universo ambiguo y fascinante.
Misericordia (2024)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Alain Guiraudie
Reparto: Félix Kysyl, Catherine Frot, Jean-Baptiste Durand y Jacques Develay
Disponible en Filmin

Alain Guiraudie nunca ha sido un director que se quede en la superficie. Sus películas no transitan caminos cómodos, ni hacen concesiones al gusto popular. Y sin embargo, Misericordia —su más reciente largometraje, estrenado en la sección paralela del Festival de Cannes— logra un milagro paradójico: ser una de las obras más accesibles de su filmografía sin dejar de ser plenamente suya, con toda la rareza, la ambigüedad ética y el deseo desbocado que lo han convertido en un cineasta de culto dentro y fuera de Francia.

Desde el primer plano —una subjetiva que se desliza por el paisaje otoñal de las Cévennes— Guiraudie nos mete de lleno en un universo en apariencia sencillo, casi pastoral: el de un joven panadero que regresa a su pueblo natal para asistir a un funeral. Pero sería ingenuo pensar que esta película nos conducirá por los senderos previsibles del drama rural. Misericordia tiene el disfraz del melodrama, sí, pero apenas lo suficiente para luego desnudar sus verdaderas intenciones: componer una tragicomedia existencial, una fantasía moral con ribetes filosóficos, una exploración profundamente humana del deseo, el pecado y la posibilidad del perdón.

Jérémie Pastor (interpretado por el hipnótico Félix Kysyl) no es un héroe convencional. Es un joven frágil, errante, que parece arrastrado por una fuerza invisible hacia una red de relaciones cada vez más enmarañadas. Lo que comienza como una estancia breve en casa de Martine (una maravillosa Catherine Frot) —la viuda del panadero fallecido— se transforma pronto en un cúmulo de situaciones incómodas, equívocos afectivos y deslices morales que, bajo otro director, podrían haber derivado en un drama solemne. Pero Guiraudie, como siempre, está más interesado en lo que late bajo la superficie de las convenciones: el deseo que no sabe nombrarse, la ternura que surge en los márgenes, la culpa que no se redime del todo.

Como si estuviera construyendo una espiral narrativa, el director repite escenarios y trayectos: de la casa de Martine al bosque, del bosque a la iglesia, de la iglesia a casa de Walter, el nuevo objeto de afecto de Jérémie. En esa repetición hay una especie de liturgia invertida, un ritual profano en el que los personajes buscan expiar algo que ni siquiera entienden del todo. La película se vuelve así un laberinto afectivo, donde el humor negro se mezcla con lo sacro, donde el thriller apenas asoma para luego desvanecerse en una escena doméstica en la cocina, frente a una copa de vino.

Uno de los mayores logros de Misericordia es su capacidad de moverse entre tonos sin romper la unidad del relato. El crimen, el deseo homoerótico, la figura del cura que se confiesa al pecador, los celos patéticos del hijo de Martine, las tensiones de clase, todo convive en una misma cadencia, sin estridencias. Es un cine que nunca se presenta como “alegórico”, pero que lleva consigo preguntas profundas sobre el bien y el mal, sobre la redención y el daño, sobre la necesidad (y el placer) de la transgresión.

Guiraudie, como en Stranger by the Lake o No Rest for the Brave, sigue creyendo en el poder narrativo del deseo. Pero aquí lo trabaja desde un registro más cálido, incluso juguetón. No hay cinismo en su mirada, aunque sí una aguda conciencia de lo absurdo. El mundo de Misericordia está regido por reglas que no responden ni a la lógica ni a la moral convencional, sino a una ética emocional ambigua, donde la verdad se disuelve en la espesura del bosque o en el vaivén de una conversación improvisada.

En esta película, la fe y el cuerpo se entrelazan como en los antiguos relatos católicos franceses, como la adaptación de Sous le Soleil de Satan, pero con un giro guiraudiano: aquí el sacerdote no es guía espiritual sino cómplice emocional; aquí la confesión no absuelve, sino que enreda. Y sin embargo, el film nunca cae en la caricatura blasfema. Lo sagrado, aunque subvertido, sigue teniendo un peso. El perdón, aunque improbable, sigue siendo deseado.

Misericordia no es una película fácil de definir, y en eso radica buena parte de su magia. Es ligera y profunda, melancólica y cómica, enrarecida y luminosa. En lugar de dar respuestas, nos ofrece un espacio para la incertidumbre. Nos deja con personajes que actúan desde lugares oscuros, pero que al mismo tiempo irradian una humanidad vulnerable y reconocible.

Misericordia, entonces es un recordatorio de que el cine todavía puede ser un espacio para lo complejo, para lo incómodo, para lo incómodamente tierno. Y que, incluso en un mundo desordenado, aún podemos hallar momentos de belleza, de empatía, de gracia. Aunque no los merezcamos. Aunque no sepamos muy bien cómo nombrarlos.

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