Misión: Imposible – Sentencia Final es un clímax explosivo y autorreflexivo que convierte a Tom Cruise en emblema del cine físico frente a la era digital. Con acrobacias descomunales y un villano simbólico, la película se erige como una defensa del espectáculo tangible.
Misión: Imposible- Sentencia Final, (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Christopher McQuarrie
Reparto: Tom Cruise, Hayley Atwell, Ving Rhames, Simon Pegg, Greg Tarzan Davis, Henry Czernyy Angela Bassett.
Estreno en cines
Con Misión: Imposible – Sentencia Final, la octava entrega de la longeva saga de espionaje y acción encabezada por Tom Cruise, asistimos no solo al clímax de una franquicia, sino a un ejercicio de autocanonización cinematográfica. La película se erige como el último fragmento lanzado desde un Apolo fílmico —no menos que futurista— que estalla en los cielos con una pirotecnia mitológica, mientras Cruise trasciende, una vez más, al estatuto de estrella de cine para instalarse en una dimensión casi metacinematográfica, allí donde la celebridad se funde con la idea misma de espectáculo.
Esta nueva misión, la más ambiciosa y, a la vez, más autoconsciente de todas, condensa la esencia de la saga al tiempo que la despliega como un artefacto de resistencia: una defensa encarnizada del cine como experiencia física, tangible y compartida, frente a la amenaza ubicua de la inteligencia artificial y la virtualización total de la imagen. La Entidad —el antagonista central, una IA desbordada que manipula la verdad global con deepfakes y desinformación— no es solo un villano: es una alegoría del presente, una figura espectral que desafía tanto a Hunt como a Cruise en su cruzada por preservar la autenticidad del riesgo cinematográfico.
El protagonista, Ethan Hunt, interpretado con una entrega casi sacerdotal por Cruise, se enfrenta aquí a su prueba definitiva (o la segunda mitad de ella, tras Sentencia Mortal Parte Uno). Con su equipo habitual —el fiel Luther (Ving Rhames), el siempre nervioso Benji (Simon Pegg) y la recién llegada Grace (Hayley Atwell)—, Hunt debe hallar y ensamblar una reliquia analógica: una “llave cruciforme” que, en su aparente anacronismo, representa la última esperanza frente al enemigo digital. Su destino final está sellado en las profundidades del océano, en el interior del submarino ruso Sevastopol, donde se oculta el dispositivo que podría erradicar a la Entidad. (Uno se pregunta si James Cameron no habría sido el más indicado para orquestar esta odisea submarina).

La película, en su despliegue barroco, no escatima en homenajes a sí misma: aparecen flashes de misiones pasadas, rostros familiares y, por supuesto, la infaltable escena de Cruise corriendo —esa estampida humana convertida en firma de autor. No obstante, La Sentencia Final, también introduce nuevos rostros, como el Capitán Bledsoe (Tramell Tillman), cuya presencia sugiere posibles líneas de sucesión en este universo en expansión.
No sería una verdadera Misión: Imposible sin la habitual coreografía del vértigo: Cruise, suspendido sobre el ala de un avión de hélice en pleno vuelo, parece encarnar una versión posmoderna de Harold Lloyd, colgado del minutero del reloj en Safety Last! (1923), tratando de detener el tiempo, no por miedo a la caída, sino por deseo de eternidad. Como en las palabras de Anthony Hopkins en MI:2: “No se llama ‘Misión Difícil’, ¿verdad?”. Cruise, así, se revela no como un bailarín a lo Gene Kelly, sino como un demiurgo temerario que se lanza contra la entropía con cada fibra de su cuerpo.
Y si esta entrega fuera, efectivamente, la despedida de Ethan Hunt —en una industria donde lo definitivo es siempre negociable—, al menos cerraría con un gesto casi wagneriano: una autoconciencia desmesurada, una épica fatalista, un testamento audiovisual que se pronuncia, antes que como una historia, como una declaración de principios. Cruise no interpreta un personaje: lo encarna hasta diluirse en él. Tal como lo describía el personaje de Alec Baldwin en Nación Secreta (2015): “la manifestación viviente del destino”.
La Sentencia Final roza, con deliberación, lo ridículo. Se desborda con tanta fuerza que resulta difícil mantener una lectura emocional estable: es, en cierto modo, un espectáculo inconmensurable, una sinfonía de acrobacias que cuesta tomarse en serio, pero que seduce por la magnitud de su fe en el cine como proeza. Es una obra que, en términos de presupuesto y escala, ocupa el podio de las más costosas jamás realizadas, y no teme recordarlo.

La película comienza con un eco casi literario: Hunt, decidido a eliminar a la IA omnisciente conocida como la Entidad, parece encabezar su propia versión de la Yihad Butleriana, aquella cruzada contra las máquinas pensantes imaginada por Frank Herbert en Dune. El paralelismo no es fortuito: como el Kwisatz Haderach de la saga de Herbert, Hunt aparece aquí como el elegido, el punto de convergencia de todas las líneas de destino, sin que la narración cuestione demasiado el mesianismo implícito de tal afirmación.
Sí, hay una egolatría manifiesta. Esta es, antes que una película de McQuarrie, una “producción de Tom Cruise”, como reza el crédito principal. Pero no se trata de un capricho: Misión: Imposible ha sido, desde hace ya varias entregas, un bastión de espectáculo físico en una era de CGI omnipresente, y Cruise ha hecho de esa cruzada su vocación total. “No es lo que hago, es lo que soy”, ha dicho. Y el resultado le da, al menos en parte, la razón: Sentencia Final no tiene igual en lo que respecta a proezas físicas y coordinación de especialistas.
Cruise pilota un biplano, salta de uno a otro en pleno vuelo, se sumerge en un submarino que gira como un objeto sin sentido bajo el mar, y aún así encuentra espacio para una gracia gestual que remite a Buster Keaton. En ciertos planos, parece flotar, más que correr o volar, con un aura de vulnerabilidad inesperada —especialmente cuando el personaje se encoge en posición fetal, rozando el arquetipo del Niño Estrella de 2001: Odisea del Espacio.

En última instancia, Misión: Imposible – Sentencia Final no es simplemente el cierre provisional de una saga; es una meditación acelerada sobre el heroísmo, el cuerpo como herramienta narrativa y la posibilidad del cine en tiempos de simulacro. Tom Cruise, con su entrega incondicional al vértigo y su rechazo frontal a la digitalización desalmada del riesgo, se convierte no solo en el protagonista de una historia, sino en el custodio de una forma de hacer cine que resiste a la virtualidad.
Esta entrega final —o quizá solo penúltima, según dicten los dioses del box office— funciona como un manifiesto espectacular, donde cada salto mortal y cada plano imposible no apuntan únicamente a la trama, sino a una filosofía estética: la del cine como acto físico, como experiencia visceral, como sueño que solo puede vivirse en la pantalla grande. Ethan Hunt no muere, no envejece, no se jubila: se transforma en metáfora, en impulso, en el eterno retorno del cuerpo lanzado al límite.
Si Sentencia Final es el fin, al menos es un fin con sentido, con estilo, y sobre todo, con convicción. Y eso, en tiempos de algoritmos y franquicias anémicas, ya es una forma de resistencia. Así que podemos decir: Ganó el cine.