Núremberg aborda un momento histórico crucial con seriedad aparente, pero se deja seducir por el espectáculo. Russell Crowe destaca como un Göring carismático y amenazante, mientras Rami Malek sobreactúa un conflicto mal desarrollado.
Núremberg: El juicio del siglo (2025)
Puntuación: ★★★
Dirección: James Vanderbilt
Reparto: Rami Malek, Russell Crowe, Richard E. Grant, Leo Woodall, John Slattery y Michael Shannon
**Vista en screening de prensa**
James Vanderbilt aborda Núremberg: El juicio del siglo desde una solemnidad declarativa: la urgencia moral de juzgar los crímenes del nazismo y la necesidad histórica de sentar las bases del derecho internacional. Sin embargo, esa gravedad inicial pronto queda atrapada en una puesta en escena que privilegia el espectáculo por encima de la reflexión, revelando una tensión constante entre el peso del acontecimiento histórico y el deseo del director de convertirlo en un drama de prestigio clásico, accesible y reconocible.
La película confirma el interés de Vanderbilt por contextualizar momentos históricos decisivos, pero también sus limitaciones como cineasta cuando la ambición temática no encuentra una forma cinematográfica igual de rigurosa. Núremberg se construye como un teatro político de gestos amplificados, diálogos engreídos y confrontaciones verbales que recuerdan al cine judicial de antaño, con ecos evidentes del estilo de Aaron Sorkin: exposición fluida, discursos grandilocuentes y un ritmo diseñado para mantener la atención más que para incomodar. Todo resulta digno de ver, incluso fascinante por momentos, pero raramente perturbador.
El eje dramático entre Douglas Kelley y Hermann Göring debería ser el corazón emocional del film, pero acaba revelando sus fisuras. Russell Crowe compone un Göring eficaz, amenazante y perversamente carismático. Su presencia domina el encuadre y logra introducir un humor venenoso que nunca neutraliza la brutalidad del personaje. Cada aparición de Göring transmite el horror necesario, incluso cuando el guion coquetea con la caricatura. Crowe, en una etapa claramente orientada al trabajo de carácter, demuestra un compromiso actoral que eleva el material y se convierte en el principal motor de interés del segundo y tercer acto.

Rami Malek, en cambio, sobreactúa la pérdida de inocencia de Kelley, transformando su progresiva descomposición moral en un melodrama que desentona con la rigidez formal de la puesta en escena. El personaje, encargado de evaluar la salud mental de los jerarcas nazis para evitar que se suiciden antes del juicio, queda reducido a una serie de gestos enfáticos y conflictos subrayados. Las reflexiones psiquiátricas —potencialmente el aporte más singular del relato— se fragmentan en audios y escenas aisladas, sin un desarrollo que dialogue de forma profunda con la monstruosidad que observa.
Vanderbilt parece consciente de esta superficialidad, pero opta por asumirla como parte del espectáculo. Como en Zodiac, obra maestra escrita por él, el film se interesa por figuras narcisistas, oportunistas y seducidas por su propia notoriedad. La diferencia es que aquí esa obsesión no produce una reflexión inquietante, sino que deja muy poco espacio para que la gravedad histórica se asimile plenamente. Göring se prepara para el juicio como una plataforma ideológica; Kelley, por su parte, sueña con escribir un libro que le permita apropiarse intelectualmente del horror. Ambos participan, desde lugares opuestos, del mismo dispositivo de exhibición.
El primer acto de Núremberg es el más estimulante, al retratar las complejas negociaciones diplomáticas entre las potencias aliadas para crear un tribunal internacional sin precedentes. Michael Shannon, como el juez Robert H. Jackson, encarna con solvencia las tensiones legales y morales de un proceso que, en muchos aspectos, violó principios básicos del debido proceso. Durante unos instantes, la película parece encontrar una veta subversiva: cuestionar no solo a los acusados, sino también la legitimidad de los vencedores.
Ese atisbo de coraje se diluye rápidamente. La película rehúye examinar con profundidad las contradicciones del tribunal —la jurisdicción dudosa, la retroactividad de los cargos, la ausencia de jueces neutrales— y se repliega hacia un relato tranquilizador donde los aliados son héroes incuestionables y los nazis villanos absolutos. El cine de Vanderbilt no desafía a su espectador; predica a los conversos.

Comparada inevitablemente con El juicio de Núremberg (1961) de Stanley Kramer, la película de Vanderbilt intenta justificar su existencia centrándose en el juicio principal y en figuras históricas reconocibles. Sin embargo, no aporta una mirada nueva al corpus cinematográfico sobre el Holocausto. Su conclusión —que el fascismo puede reaparecer en cualquier momento— se formula con una obviedad casi condescendiente, subrayada hasta el agotamiento en una coda que confunde relevancia con insistencia.
Formalmente, Núremberg exhibe la competencia anodina del drama histórico contemporáneo: fotografía desaturada, diseño de producción correcto pero impersonal, vestuario funcional y una partitura de Brian Tyler que refuerza la sensación de prestigio embalsamado. Todo está en su lugar, y precisamente por eso nada vibra.
Al final, Núremberg: El juicio del siglo se revela como una película atrapada por el mismo espectáculo que pretende analizar. Su solemnidad encubre una falta de riesgo, su ambición histórica no encuentra una forma cinematográfica a la altura y su discurso moral se queda en la superficie. Lo que queda es una obra correcta, ocasionalmente entretenida, pero incapaz de justificar plenamente su propia existencia.