O Último Azul | Review

Gabriel Mascaro crea una fábula distópica que denuncia el edadismo institucionalizado a través del viaje rebelde de Tereza, una mujer de 77 años que desafía un sistema que margina a los ancianos bajo apariencia de honor.
CRFIC 2025 | O Último Azul (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Gabriel Mascaro
Reparto: Denise Weinberg, Rodrigo Santoro, Miriam Socarrás y Adanilo

En O Último Azul, Gabriel Mascaro nos invita a abordar el cine como un bote fluvial que se interna, lenta pero firmemente, en las aguas de la disidencia. La película, a medio camino entre la fábula futurista y la sátira social, se sirve de los códigos del realismo mágico para levantar una crítica feroz —aunque elegantemente contenida— contra una sociedad que maquilla la exclusión con laureles y discursos institucionales de reverencia. Aquí, la vejez no se celebra: se domestica.

Siguiendo la estela de su anterior trabajo Amor Divino (2019), Mascaro construye nuevamente un universo distópico que, lejos de depender de dispositivos tecnológicos o imaginarios digitales, se articula a partir de rituales de control más bien simbólicos: mensajes en altavoces, condecoraciones irónicas, aviones que felicitan desde el cielo. El Brasil futuro que retrata no está lejano, sino peligrosamente reconocible. La película, entonces, se instala en esa franja ambigua entre la ciencia ficción especulativa y la alegoría política, donde lo más inquietante no es lo imposible, sino lo casi-real.

En el centro del relato está Tereza, interpretada con magistral sobriedad por Denise Weinberg. Su cuerpo, encorvado pero firme, se convierte en el eje de una narrativa que subvierte la representación clásica de la vejez en el cine. Lejos de ser la abuela entrañable o la anciana sabia que encarna la experiencia, Tereza es una figura silenciosamente insurgente. Su deseo —volar en avión por primera vez— no es solo un gesto poético de libertad, sino un acto político. En un sistema que obliga a las personas mayores a desaparecer tras fachadas de respeto, ella se resiste a ser borrada.

El viaje que emprende Tereza en barco, acompañada por el enigmático Cadu (Rodrigo Santoro), y más tarde por la desinhibida Roberta (Miriam Socarrás), traza la línea de una road movie fluvial que muta constantemente de tono: del drama distópico al cuento de hadas lisérgico, del humor seco al lirismo puro. El “o último azul” alude no solo al río amazónico ni al colirio mágico extraído del caracol, sino a una posibilidad de ver más allá de las estructuras del poder. Ese líquido azul es cine en estado puro: una sustancia que transforma la mirada y permite intuir el destino.

Mascaro despliega aquí una estética tropical-futurista de impresionante coherencia. La fotografía de Guillermo Garza baña las escenas en una luz húmeda, translúcida, que captura con igual eficacia la putrefacción latente del sistema y la belleza melancólica de la resistencia. Las imágenes de esas furgonetas que recogen a los ancianos sin permiso condensan toda la brutalidad de una sociedad que despoja de agencia a quienes ya no producen. En este mundo, la libertad se vuelve mercancía, y la juventud, una frontera burocrática.

El punto de inflexión llega con la aparición de Roberta, “la Monja”, que trastoca la gravedad con su vitalismo anárquico. Ella representa el otro extremo de la vejez: el cuerpo que goza, transgrede, mercadea con biblias digitales mientras predica su propio evangelio de autonomía. La amistad que surge entre ambas mujeres se erige como una alianza inesperada y profundamente cinematográfica. Juntas encarnan una subjetividad madura que rehúye del patetismo y se permite el juego, el deseo y la fuga.

Mascaro evita con destreza la trampa de la condescendencia que suele acechar al cine sobre la tercera edad. Aquí no hay moralejas dulzonas ni apoteosis heroicas. Hay, en cambio, un gesto ético y estético que dignifica la vejez sin idealizarla. O Último Azul es una película donde lo fantástico no suplanta lo real, sino que lo intensifica. Una obra que, como el caracol de baba azul, nos invita a ver más allá de las formas impuestas y a recordar que en la lentitud también habita la subversión.

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