Resurrection | Review

Bi Gan transforma el acto de soñar en una meditación sobre el propio cine. A través de una narrativa fragmentada y visualmente prodigiosa, el director traza un viaje por la historia del cine chino y por los sueños que lo sostienen.
FICM 2025 | Resurrection (2025)
Puntuación: ★★★★½
Dirección: Bi Gan
Reparto: Shu Qi, Jackson Yee, Mark Chao, Li Gengxi

Hay cineastas que sueñan películas, y otros que parecen soñados por ellas. Bi Gan pertenece a esa segunda estirpe: la de los que conciben el cine no como un arte que representa la realidad, sino como un organismo vivo que la reinventa desde la ensoñación. En Resurrection, su tercer largometraje, el realizador chino convierte la pantalla en un espejo líquido donde el tiempo, la historia y la identidad se disuelven en pura imagen. Es una película que no se contempla, se habita; una experiencia que parece venir desde el futuro del cine, pero que al mismo tiempo se aferra al linaje más primitivo de la imagen en movimiento. Es, literalmente, el sueño del cine que se sueña a sí mismo.

En un mundo donde los humanos han perdido la capacidad de soñar, una mujer descubre a una criatura que todavía puede hacerlo. Esa premisa, aparentemente simple, esconde una metáfora colosal: la desaparición de los sueños es también la desaparición de la imaginación, del deseo, de lo que nos hace humanos. La mujer —una figura ambigua y luminosa, interpretada con etérea contención por Shu Qi— se adentra en los sueños de ese ser, llamado Fantasmer (Jackson Yee), intentando descifrar su naturaleza. Pero Bi Gan convierte esa búsqueda en algo mucho más vasto: un viaje por las distintas épocas del siglo XX chino, desde los albores del cine mudo hasta el amanecer digital de un nuevo milenio. Cada sueño es una era, y cada era una forma distinta de ver y de filmar.

Resurrection está estructurada en seis capítulos, cada uno vinculado a un sentido, aunque, como el propio Bi Gan sugiere, el sentido que falta es la mente: el cine como percepción pura, libre de la razón. En el primero, el mundo de Fantasmer y la mujer parece extraído de Murnau o Dreyer, una sinfonía expresionista de luces y sombras que evoca el origen del cine como un acto de magia y fe. En el segundo, el tiempo se descompone en espejos y reflejos —una clara reverberación de La dama de Shanghái—, donde la imagen ya no representa sino que se multiplica infinitamente. En los siguientes, el film transita por guerras, templos, estafas, y finalmente, por un fin de siglo teñido de neón, donde la cámara parece perseguir el amanecer como si filmar fuera una forma de resucitar.

La película culmina con un plano secuencia de 36 minutos, bañado en rojo, que es pura hipnosis visual: una danza entre el vampirismo y la memoria, entre la extinción y el renacimiento. Es en ese trance donde Bi Gan alcanza su apoteosis formal, un momento donde el cine deja de ser narrativa para volverse respiración. Lo que vemos no es una historia, sino un estado del alma.

Desde Kaili Blues (2015) hasta Long Day’s Journey Into Night (2018), Bi Gan ha estado construyendo un cine de la deriva, donde el tiempo es líquido y los sueños son la única forma de resistencia. Resurrection lleva esa búsqueda a un nuevo territorio: si en su obra anterior la memoria personal servía de brújula, aquí el propio cine es la materia que se reencarna. El Fantasmer, con su capacidad de soñar en un mundo que ha olvidado cómo hacerlo, es también el propio Bi Gan: un cineasta que se obstina en mantener viva la llama de lo imaginario en una era saturada de hiperrealismo digital.

La noción de resurrección se despliega así en múltiples niveles. Es el retorno del sueño, pero también del cine como acto sagrado. Bi Gan filma como si invocara espíritus: los de Hou Hsiao-hsien, Tsai Ming-liang, Wong Kar-wai; pero también los de Tarkovski, Wenders y Dreyer. En sus planos lentos y sus encuadres flotantes hay una conciencia de herencia, de legado, de continuidad espiritual. El cine chino contemporáneo, tantas veces fracturado entre la ortodoxia política y la modernidad global, encuentra aquí un gesto reconciliador: el sueño como lenguaje universal.

Esa reverencia hacia la tradición no es nostalgia, sino metamorfosis. Bi Gan convierte las influencias en visiones, los homenajes en revelaciones. Hay un plano donde el Fantasmer camina entre ruinas envueltas en niebla, y la textura recuerda a las pinturas de paisajes de la dinastía Song; otro, donde los reflejos de neón en el agua evocan las luces líquidas de In the Mood for Love. Pero nada es cita, todo es transformación: el pasado no se repite, se sueña de nuevo.

“¿No es también un sueño el cine?”, escribió Paul Valéry. Bi Gan parece responderle con un gesto silencioso: sí, pero un sueño que también nos sueña a nosotros. La película se desplaza, poco a poco, hacia la inversión del punto de vista: no somos nosotros quienes soñamos con el cine, sino el cine el que nos imagina. El último capítulo ocurre en una sala de cine abandonada, un eco de lo que fue y ya no es. La mujer y el Fantasmer miran una película que quizá es la misma que acabamos de ver, quizá no. En ese bucle, Bi Gan formula su declaración más radical: la resurrección del cine no vendrá del futuro tecnológico, sino del acto poético de volver a creer en la imagen.

Resurrection no busca ser comprendida, sino sentida. Su ambición no es intelectual, sino sensorial. Los colores parecen tener memoria; los movimientos de cámara, respiración. La música —una mezcla de sintetizadores y coros ancestrales— suena como si proviniera de un sueño colectivo. Todo el film vibra en el límite entre lo tangible y lo intangible, entre la tecnología y la poesía.

En su última secuencia, cuando el amanecer finalmente irrumpe sobre el club llamado Sunrise, el plano se expande como un latido. No hay redención, solo luz. Y en esa luz, el cine renace. Bi Gan parece decirnos que el sueño no es un lujo, sino una forma de existencia. Que imaginar es resistir. Que ver una película —una verdadera película— todavía puede ser un acto de fe.

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