Tesis sobre una domesticación | Review

Tesis sobre una domesticación contrapone la apariencia de estabilidad familiar con los restos de violencia que persisten en el pasado. La película evita el drama simplista y presenta la domesticación como refugio y trampa simultáneos.
Tesis sobre una domesticación (2024)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Javier Van De Couter
Reparto: Camila Sosa Villada, Alfonso Herrera, Carlos Cano, Adriana Ferrer y Susana Varela
Disponible en HBO

Tesis sobre una domesticación convierte la adaptación de Camila Sosa Villada en un ensayo cinematográfico sobre la tensión entre apariencia y cuerpo vivido, entre seguridad legal y restos de violencia: una familia conquistada a fuerza de acuerdos —legales, afectivos, performativos— que viaja hacia el pasado y descubre lo que nunca terminó de ser silenciado. El film pone en primer plano una pregunta simple y demoledora: ¿qué se sacrifica para que una vida “normal” sea posible, y quién paga ese precio?

La apuesta formal de Van De Couter privilegia lo sensorial sobre lo argumental: secuencias que buscan provocar y encender más que explicar. Eso le da al filme pasajes de gran potencia —imágenes de sexo, tableros domésticos perfectamente montados, la fiesta de casamiento—, pero también lo expone a la reiteración crítica: la película insiste en sus metáforas hasta cierto cansancio. Ese empuje repetitivo borra en momentos la energía inicial, aunque no logra borrar la claridad de su diagnóstico social: la domesticación es simultáneamente resguardo y dispositivo disciplinario.

Desde el punto de vista social, el film trabaja varias capas que lo hacen notable. Primero, subvierte el esquema típico de la historia trans en el cine: aquí la protagonista no es la marginal permanente sino una figura pública, privilegiada y económicamente estable; eso obliga al relato a preguntar por nuevas contradicciones. Al mostrar a una actriz trans prestigiosa que adopta legalmente, la película debate la relación entre visibilidad y normalización: la familia legalmente constituida parece garantizar derechos, pero también demanda conformidad y ajustes que rozan la renuncia identitaria. En ese sentido, la obra interroga lo que entendemos por “integración social”: no como alivio absoluto, sino como una negociación que puede implicar auto-censura y el pago de confort con fragmentos del pasado.

En segundo lugar, el choque entre espacios urbanos y rurales —la ciudad cosmopolita frente a Traslasierra— no es sólo un cambio de paisaje sino un dispositivo ideológico: el pueblo aparece como depósito de memoria, tradición y violencia latente; la ciudad, como escenario de reinvención y espectáculo. El viaje al pueblo funciona entonces como una máquina que remueve la domesticación: lo que en la ciudad se parecía a paz, en el pueblo abre heridas que muestran que la “aceptación” puede ser frágil y condicional. La escena de la boda, con la música y las tensiones entre amigas trans y familiares conservadores, resume esa batalla cultural por los espacios de legitimidad.

La película evita el relato victimista y tampoco vende un cuento aspiracional: la adopción no es celebrada sin matices; se plantea como gesto que oscila entre deseo de completud y voluntad de mostrarse “normal”. Esa elección narrativa tiene un valor político: obliga al espectador a no sentimentalizar ni a simplificar, y a ver la maternidad aquí como puesta en escena y trabajo emocional. En ese encuadre, la domesticación no es solo emocional sino también normativa: papeles sociales, trámites legales y expectativas públicas que regulan cuerpos y practican exclusiones.

En ese entramado social, la actuación de Alfonso Herrera se yergue como contrapunto decisivo. Herrera propone una interpretación esencialmente contenida: su abogado no es un héroe ni un villano, sino un sujeto en tensión. Lejos de gestos grandilocuentes, Herrera trabaja la economía del detalle —microgestos, pausas, un tono apagado— y convierte la contención en lenguaje dramático. Su bisexualidad no es exhibida como recurso fácil sino como factor que complejiza sus elecciones: es hombre que aprende a convivir con la transgresión de su pareja, a sostener una imagen pública y al mismo tiempo a convivir con sus propias contradicciones.

Lo que Herrera aporta es, precisamente, la posibilidad de imaginar la domesticación desde dentro: sus gestos de cuidado no anulan su cansancio; su afecto no borra la distancia. En escenas clave —la convivencia cotidiana, los silencios ante el hijo, las miradas en la fiesta de casamiento— Herrera hace palpable la idea de que sostener una familia exige trabajos invisibles. Su voz baja y su anatomía contenida contrastan con la presencia siempre performativa de Camila Sosa Villada; esa diferencia crea una dialéctica en la que cada uno sostiene, cede o se hiere. Herrera funciona, así, como el eje moral ambiguo del film: alguien que también protege la apariencia y que, por eso mismo, es vulnerable a la fractura cuando el pasado irrumpe.

Finalmente, si el film adolece de repeticiones —flashbacks a veces torpes, reiteración de ciertos motivos— no lo hace en detrimento de su intención política: mantiene una coherencia que cuestiona la idea de familia estableciendo que la estabilidad puede ser solamente provisional. Tesis sobre una domesticación no entrega respuestas cerradas; propone, más bien, un campo de preguntas sobre el precio de la respectabilidad, la performatividad del afecto y la persistencia del trauma en cuerpos que, incluso cuando alcanzan visibilidad y privilegio, siguen marcados por historias que no se domestican tan fácil.

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