La película biográfica de James Mangold sobre el ascenso de Bob Dylan, la estrella que definió una era, es una biopic genérico que se sostiene por el carisma y la entrega de un Chalamet encarnando brillantemente su encanto cambiante.
Si usted cree que la nueva película de James Mangold, basada en una parte de la vida del cantautor Bob Dylan, estará a la par de la creatividad de su figura o que será una especie de viaje cósmico al estilo Rocketman, déjenme decirles que esto se parece más a un Bohemian Rhapsody; es decir, otra cinta biográfica más genérica que una Maruchan, que reduce a su protagonista a los convencionalismos más rancios del subgénero y que está diseñada para ser nominada a cuanto premio sea posible, especialmente en categorías histriónicas, porque interpretar a un personaje icónico o figura histórica aumenta tus posibilidades de ganar un Óscar como actor.
La nueva película dirigida por James Mangold y protagonizada por el famoso Timothée Chalamet (quien ya está haciendo campaña de manera desesperada y ridícula, al estilo Bradley Cooper, para ganar su Óscar) se enfoca en un episodio específico de la vida del cantante, cuando quiso cambiar su estilo, pasando de tocar con la guitarra acústica al sonido eléctrico, evento que causó controversia en sus giras de 1965 a 1966.
Aunque Mangold, en su escritura, intenta hacer algo diferente, termina por ser una carga que pesa en el funcionamiento de la cinta, intentando no dotar a Bob Dylan de un contexto de fondo o tocándolo de manera mínima, como si fuera una especie de figura cuasidivina que llega de la nada para salvar el mundo. El enorme problema no es dotarlo de un pasado, sino de una motivación presente. El Dylan de su primer acto se encuentra cómodo ante los sonidos acústicos, haciendo resaltar su talento; en el segundo acto, busca desatarse de las ataduras que el público le ha impuesto, tratando de obtener su libertad en lo eléctrico. Este, que es el conflicto principal de la película, termina por ser expuesto únicamente al inicio de la polémica y de manera superficial; divaga constantemente entre subtramas que aportan poco (como el triángulo amoroso), perdiendo el foco del conflicto y quedándose incluso a medias en esta transformación significativa para la carrera del cantante. Para efectos del guion, Dylan es un genio por antonomasia, pero incluso hasta los personajes pintados de manera cuasidivina necesitan algo de trasfondo o partir de un camino redondo, de la mortalidad a la inmortalidad.
Derivado de esta falta de desarrollo, de la poca profundidad en las explicaciones y de la escasa empatía que genera el hándicap de tener un personaje en blanco, Mangold, en sus “buenas intenciones”, transforma su cinta en otro biopic genérico cuya fortaleza radica únicamente en la iconicidad de su protagonista, pero que no ofrece ninguna explicación detrás del genio y la figura. Si sabemos que el intérprete de Mr. Tambourine Man siempre fue una figura misteriosa, no ir más allá de su proceso creativo y no ofrecer una cohesión narrativa entre los eventos pesa en una cinta que no hace del todo mal las cosas.
Mención aparte merece el tratamiento superficial de los conflictos sociales que giraron alrededor de los años 60 (el asesinato de Kennedy, la invasión de Bahía de Cochinos, Martin Luther King), que terminan siendo un desperdicio, especialmente porque su guionista no sabe cómo conectarlos con la figura del cantante estadounidense, error fatal sabiendo que fueron vitales en la carrera y el pensamiento ideológico de Dylan.
Lo destacable de la película es su excelente puesta en escena, especialmente en la filmación de los números musicales, donde Mangold demuestra el buen manejo de la fotografía y la edición que caracteriza a sus películas, así como las actuaciones, en particular al momento de ejecutar o interpretar las canciones, siendo quizás lo mejor del año.
En cuanto a Chalamet, su caracterización a nivel vocal y gestual es excelente, especialmente porque estamos ante la visión más inexpresiva de Robert Allen, por lo que termina siendo un acierto de casting. No al nivel de un Taron Egerton, pero lo suficiente para alejarse unos metros del Mercury de Rami Malek.
El resto del elenco tiene la ventaja de que los personajes poseen un trasfondo (aunque sea mínimo) concreto y tienen un poco más de color que el mismo Bob. Por consiguiente, las actuaciones se sienten más naturales, especialmente en el caso de Edward Norton, Mónica Barbaro y Elle Fanning.
Salvada por una dirección y actuaciones decentes, A Complete Unknown es un guion que, aunque entiende su meta fija, añade momentos innecesarios que poco aportan a su conflicto principal y terminan siendo un estorbo, convirtiendo esta película en un biopic genérico que no dice nada nuevo sobre la figura de Dylan y que tampoco explica, para quienes no lo conocen, quién es Bob Dylan, notándose aún más el rugido de tripas de la cinta por la atención en la temporada de premios, apelando a una fórmula ya desgastada.
Mientras propuestas más arriesgadas como Better Man o Kneecap buscan jugar con la ficción, la fantasía y el absurdo, evitando el clásico y soporífero formato del biopic musical, sigue existiendo una preferencia por lo convencional, genérico y seguro. Irónicamente, A Complete Unknown, aunque habla de cambio, innovación y de uno de los músicos más creativos de los últimos tiempos, termina anclándose a su manufactura convencional, genérica y segura, pareciéndose más a todos los detractores de Dylan y puristas de lo acústico que al mismo ganador del Premio Nobel de Literatura.
Y aun así, apelando a lo acústico, este biopic se escucha bien desafinado.