En Hijos (Vogter), el cineasta danés Gustav Möller (The Guilty) nos sumerge en un intenso thriller psicológico de gran densidad moral, en el que la prisión no es solo un espacio físico, sino una metáfora de los límites difusos entre lo que es la justicia, la venganza y la redención, todo narrado desde la mirada de Eva Hansen, interpretada con una precisión quirúrgica por Sidse Babett Knudsen, una funcionaria de prisiones cuya ideología progresista y humanista se ve trastocada por la reaparición de un joven vinculado a su pasado. A partir de esta premisa, Möller construye una narración que trasciende la simple dicotomía entre el bien y el mal, planteando preguntas incómodas sobre el sistema penitenciario y la fragilidad de la moral individual frente a las heridas del pasado.
Uno de los aciertos más notables de Hijos es su incisiva crítica al sistema penitenciario. La prisión en la que trabaja Eva es presentada inicialmente como un modelo de rehabilitación: los reclusos tienen oportunidades para mejorar su conducta, y la relación entre el personal y los internos no está dictada por la violencia o el castigo, sino por la confianza y el respeto. Sin embargo, la llegada de Mikkel revela las fisuras de este sistema. La película sugiere que, más allá de las buenas intenciones, el entorno carcelario es un espacio de poder donde la violencia subyacente puede emerger en cualquier momento, tanto en los prisioneros como en quienes supuestamente los custodian.
La transformación de Eva es central en este discurso. Inicialmente, su carácter es el de una funcionaria comprometida con la rehabilitación, pero su obsesión con Mikkel la lleva a tomar decisiones que la acercan peligrosamente a la misma mentalidad punitiva que ella rechaza. Hijos cuestiona, en este sentido, la supuesta neutralidad de los sistemas de justicia: ¿hasta qué punto quienes trabajan en ellos pueden mantenerse al margen de sus propios prejuicios y heridas personales? La película responde con una contundente representación de cómo la estructura carcelaria no solo encierra a los reclusos, sino que también moldea la moralidad de sus guardianes.

La interpretación de Sidse Babett Knudsen es el eje sobre el que gira la efectividad de la película. Su Eva Hansen es un personaje de múltiples capas, construido a través de una contención emocional que sugiere más de lo que muestra. Knudsen evita los excesos dramáticos, optando en su lugar por una actuación minimalista donde cada gesto y cada mirada comunican el conflicto interno de su personaje. Lo más fascinante del personaje es su evolución: lo que comienza como una mujer que cree en la rehabilitación se transforma en una venganza obsesiva que la lleva a tomar decisiones cada vez más cuestionables, llegando a límites del abuso de poder. La relación con Mikkel es el catalizador de este proceso.
A medida que la narración avanza, su interés personal empieza a llegar a puntos críticos que la llevan a lugares que ella no pensaba que tenía, ya que el amor de una madre no tiene reparos, pero incluso cuando llega a esos extremos, Eva logra comprender la diferencia entre la redención y la venganza. Knudsen transmite esta transición con una sutileza magistral, permitiendo que el espectador empatice con Eva al tiempo que se cuestiona la moralidad de sus acciones.
La evolución de Eva sugiere que la venganza no es siempre un acto consciente. No hay un momento claro en el que ella decida dejar de ser una figura imparcial y convertirse en alguien impulsado por sus propias heridas, sino que el proceso ocurre de manera orgánica y progresiva. Esto es lo que hace que Hijos sea una película tan intrigante, debido a que muestra cómo la moralidad puede erosionarse lentamente, a menudo sin que el individuo sea completamente consciente de ello.
Con Hijos, Gustav Möller demuestra nuevamente su maestría en la construcción de narrativas psicológicas intensas, como ya lo hizo en The Guilty (2018). Sin necesidad de grandes artificios, la película se convierte en un estudio absorbente sobre el poder, la moralidad y la identidad. Sidse Babett Knudsen ofrece una de las interpretaciones más matizadas de su carrera, llevando al espectador a un viaje emocional que es tanto perturbador como profundamente humano. A través de su personaje, Möller nos obliga a cuestionar nuestras propias convicciones sobre el castigo y la redención, recordándonos que la línea entre el bien y el mal es, en última instancia, mucho más difusa de lo que solemos admitir.