La hermanastra fea, de Emilie Blichfeldt, es una reinvención oscura y feminista del clásico cuento de hadas que subvierte los cánones de belleza tradicionales a través del horror corporal. Una película denuncia con mucha crudeza.
La Hermanstra fea (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Emilie Blichfeldt
Reparto: Lea Myren, Flo Fagerli, Isac Calmroth, Thea Sofie Loch Næss y Ane Dahl Torp
**Vista en screening de prensa**
Hay un instante particularmente perturbador en La hermanastra fea (Den stygge stesøsteren), la lúcida y retorcida reinvención del cuento de hadas a cargo de la directora noruega Emilie Blichfeldt, que marca con precisión quirúrgica el tono de la película. En una escena difícil de olvidar, Elvira (Lea Myren), joven protagonista atrapada entre la docilidad y la desesperación, se somete a una rinoplastia del siglo XVIII —sin anestesia, sin consuelo, sin voluntad propia— bajo la mirada meticulosa y cruel del Dr. Esthétique (Adam Lundgren), una figura que combina el refinamiento con el sadismo. Cada golpe que fractura la estructura ósea de su rostro resuena con violencia en la banda sonora, interrumpido solo por los alaridos de una muchacha cuya angustia física se entrelaza con la aniquilación emocional. En ese momento de abyección compartida, la barrera entre el público y el personaje se desintegra: ambas partes respiran, sufren y tiemblan al unísono.
Lo que Blichfeldt orquesta aquí no es simplemente un relato de metamorfosis, sino una odisea de desfiguración: una sátira oscura que confronta la tiranía de los cánones estéticos desde una óptica ferozmente feminista. Elvira, obediente hija de Rebekka (Ane Dahl Torp), una madre cuya ambición desmedida se disfraza de supervivencia social, es empujada hacia un régimen de transformación radical cuyo fin último no es el bienestar de la joven, sino el rescate económico de su familia mediante el matrimonio con un príncipe. Como pieza de cambio en un juego de privilegios, Elvira es esculpida a imagen de un ideal femenino patriarcal: dietas extremas, crítica corporal constante, disciplina corporal impuesta en escuelas de refinamiento, tratamientos cosméticos rudimentarios y, sobre todo, la interiorización de una autopercepción construida desde el rechazo.
Desde su primer plano, Elvira se nos revela como una figura que encarna la vulnerabilidad: tímida, socialmente torpe, con una mirada que delata más deseo de pertenencia que ambición. Su fascinación inicial por Agnes (Thea Sofie Loch Næss), la hermanastra glamurosa que podría figurar como una versión perversa de Cenicienta, refleja un anhelo de sororidad frustrado desde el origen. Blichfeldt subvierte aquí los arquetipos del cuento clásico: la “hermanastra fea” deja de ser el símbolo del vicio en contraposición a la virtud para convertirse en víctima del sistema que produjo esa dicotomía.

La mansión donde se desarrolla la historia —suntuosa, en apariencia palaciega— funciona como un decorado ilusorio, símbolo de una aristocracia en ruinas sostenida por el simulacro. Tras la muerte repentina del nuevo esposo de Rebekka durante la consumación del matrimonio, se revela la insolvencia de su fortuna. Elvira y Alma (Flo Fagerli), su hermana biológica y aún menos valorada por la madre debido a su “inadecuación” social, quedan atrapadas en un entorno donde el ascenso social ya no se mide por la virtud ni la inteligencia, sino por la medida del sacrificio corporal.
El proceso de “mejora” al que Rebekka somete a Elvira se asemeja más a una tortura sostenida que a una transformación voluntaria: dientes, nariz, ojos y cuerpo son modificados hasta lo irreconocible, en un gesto que coquetea con la ciencia ficción pero que encuentra sus raíces en prácticas históricamente reales. La hermanastra fea bebe de la tradición del body horror con la precisión quirúrgica del mejor Cronenberg, pero lo hace con un propósito claro: evidenciar la violencia estructural que subyace a la construcción de lo femenino.
La película dialoga con obras recientes como The Substance de Coralie Fargeat, pero se distancia por su atmósfera decididamente gótica y su puesta en escena anacrónica, que convierte al siglo XVIII en un espejo deformante de nuestros tiempos. La crítica de Blichfeldt se dirige tanto al ideal estético como al dispositivo narrativo que lo perpetúa: el príncipe Julian (Isac Calmroth), supuesto objeto de deseo, resulta ser una figura hueca, un poeta romántico de fachada que encarna el narcisismo misógino encubierto. Ni Agnes ni Elvira merecen el destino de convertirse en su consorte. Pero más importante aún: ninguna de ellas quiere realmente serlo.
En este relato donde no hay espacio real para la felicidad, la estructura del cuento de hadas se tuerce hasta volverse irreconocible. Myren, en el rol de Elvira, ofrece una interpretación notablemente física, articulando a través del cuerpo lo que las palabras no pueden expresar: la alienación, la furia reprimida, la euforia del reconocimiento tardío. Næss, como Agnes, contrasta esa contención con una figura más empática pero igualmente atrapada. Ambos personajes están heridas, ambas aspiran a sobrevivir en un mundo que no las contempla como sujetos, sino como superficies.

El universo visual de La hermanastra fea no escatima en crueldad estética: líquidos viscosos, procedimientos invasivos, cuerpos intervenidos y dolor estetizado forman parte de un paisaje narrativo donde la belleza es siempre sinónimo de violencia. Pero es justamente en esa exacerbación visual donde radica su potencia: el artificio grotesco se convierte en lenguaje, en grito. El diseño de producción y el vestuario acompañan con rigor esta estética de lo descompuesto, situando la acción en un terreno ambiguo entre lo fabuloso y lo putrefacto.
La película de Blichfeldt encuentra su fuerza en la subversión, también la encuentra en su capacidad para trastocar las expectativas del espectador. La hermanastra fea se mueve con agilidad entre la sátira, el horror, el melodrama y la fábula oscura, sin entregarse por completo a ninguno. Su final, incómodo y amargo, confirma lo que el resto del metraje ya había insinuado: que no hay redención posible sin ruptura, que no hay salvación en la belleza normada, y que el verdadero monstruo nunca es la mujer que no encaja, sino el sistema que la fuerza a encajar.
En definitiva, La hermanastra fea es una declaración cinematográfica valiente, desagradable y necesaria. Es una película que exige al espectador atravesar la incomodidad para descubrir, detrás de la sangre y la risa amarga, una denuncia feroz contra los modelos opresivos de feminidad. Emilie Blichfeldt no solo da voz a quienes históricamente fueron retratadas como villanas; les devuelve su complejidad, su rabia y, sobre todo, su derecho a no ser bellas.