El llanto | Review

El Llanto, ópera prima de Pedro Martín-Calero, es un inquietante filme de terror con una mirada feminista que entrelaza las historias de tres mujeres perseguidas por una presencia invisible a lo largo del tiempo y el espacio.
El llanto (2024)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Pedro Martín-Calero
Reparto:  Exter Esposito, Mathilde Ollivier, Malena Villa, Alex Monner y Lautaro Bettoni
Disponible en HBO Max

En un panorama saturado por propuestas que repiten las fórmulas del horror contemporáneo, El Llanto irrumpe como una obra de excepcional sofisticación formal y aguda conciencia temática. Lejos de limitarse a provocar sustos epidérmicos, el debut de Pedro Martín-Calero —coescrito junto a Isabel Peña— se configura como una obra de género que se adentra con valentía en los recovecos de la violencia estructural que atraviesa a las mujeres, haciendo del terror una herramienta poética y política de resistencia. Si bien su título puede remitir a la aclamada The Wailing surcoreana de 2016, esta nueva El Llanto, se erige como un artefacto fílmico autónomo, inquietante y absolutamente contemporáneo, que reescribe los tropos del horror con una impronta marcadamente feminista.

Desde su fragmentada estructura tripartita, la película configura una narrativa en espiral, que va del desconcierto sensorial a la revelación siniestra, pasando por una exploración sutil de lo erótico, lo espectral y lo invisible. Tres mujeres, tres tiempos, tres geografías: Andrea en un Madrid hipertecnologizado, Camila en la solar La Plata argentina, y Marie, el vértice común de este tríptico, perdida en la intersección del deseo, la extranjería y el trauma. Martín-Calero y Peña construyen este entramado con un virtuosismo que no renuncia a la emoción ni al comentario social. Si algo define esta ópera prima es precisamente su equilibrio entre el rigor estilístico y la profundidad simbólica.

La historia comienza con Andrea, una joven universitaria madrileña (interpretada con tensa fragilidad por Ester Expósito) inmersa en la cotidianidad tecnológica del siglo XXI. Su mundo se desarrolla en pantallas: videollamadas con su novio Pau —que reside en Sídney—, chats, redes, todo mediado por dispositivos. En una de esas llamadas, mientras Andrea se muestra despreocupada, él detecta algo que la cámara apenas captura: una figura extraña que merodea detrás de ella, un reflejo de lo siniestro escondido en la rutina digital.

Este primer episodio funciona como una relectura contemporánea del mito del “testigo no creído”: Andrea percibe una presencia ominosa, pero nadie a su alrededor le cree. Ni su pareja ni el entorno académico ni el aparato institucional reconocen su angustia como legítima. La cámara de Martín-Calero y la fotografía de Constanza Sandoval aíslan a Andrea en espacios geométricos, de arquitectura fría, diseñados para ser funcionales pero convertidos en cárceles sensoriales. Su descenso a la paranoia es también una metáfora del aislamiento que sufren las víctimas cuya experiencia es sistemáticamente desmentida.

El segundo segmento retrocede dos décadas y nos sitúa en La Plata, Argentina, en un entorno completamente diferente: el mundo cálido, desordenado y vital de Camila, una estudiante de cine queer (Malena Villa, en una interpretación magnética) cuya cámara se convierte en instrumento de deseo y obsesión. Un día, Camila descubre a una joven francesa, Marie (Mathilde Ollivier), vagando por la ciudad. Atraída por su aura extraña y su belleza distante, Camila empieza a filmarla sin su consentimiento, transformándola en la protagonista involuntaria de un documental personal. Pero lo que comienza como fascinación se convierte en terror: Marie también escucha un lamento, también siente una presencia. Y esa misma entidad que persigue a Andrea en el presente, ya estaba aquí, acechando a Marie en la Argentina de hace veinte años. Camila será la única que intente comprender —como lo hará Andrea en el futuro— que algo monstruoso y real se esconde bajo la superficie.

El último tramo de El Lamento nos ubica ahora desde la perspectiva de Marie. Lo que había sido un personaje elusivo y secundario se convierte en el centro del relato. La narrativa converge y los hilos se tensan: Marie está sola, perseguida por esa entidad invisible, desbordada por una angustia que nadie valida. Su entorno no percibe lo que ella vive, y la realidad misma parece fragmentarse a su alrededor. Las arquitecturas abiertas de La Plata se transforman en laberintos de sombras, y el sonido del lamento —ese gemido espectral que cruza la película como un motivo melódico sin resolución— se convierte en el signo del trauma acumulado, la señal de lo no resuelto, lo no dicho.

Este último episodio contiene los momentos más intensos del film a nivel sensorial. El uso radical del silencio, los apagones visuales (pantallas completamente negras), y la combinación de sobresaltos controlados con un ritmo de asfixia psicológica recuerdan a los mejores ejercicios del terror elevado. Pero lo más importante aquí es el desplazamiento de la figura de Marie de objeto de deseo a sujeto de sufrimiento y resistencia. En este final, no hay catarsis ni redención convencional. El clímax no disipa el misterio sino que lo multiplica, dejando al espectador ante la persistencia de una herida que, como la violencia patriarcal que representa, nunca cesa.

Narrar esta historia a través del terror no es una elección estética caprichosa, sino una decisión profundamente política. El horror —en manos de Martín-Calero y Peña— se convierte en un código para cifrar aquello que la sociedad rehúsa confrontar directamente. La película no ofrece moralejas ni soluciones, pero sí imágenes poderosas, símbolos inquietantes y preguntas urgentes. ¿Quién escucha realmente el lamento de las mujeres? ¿Cuántas veces deben repetirlo antes de que se les crea?

En definitiva, El Llanto es mucho más que un debut prometedor. Es una obra singular, poética y perturbadora, que coloca a Pedro Martín-Calero como una voz que entiende el cine de terror no solo como forma, sino como lenguaje para pensar el mundo. Su estructura narrativa fragmentada, su sofisticación visual y su carga simbólica hacen de esta película una experiencia cinematográfica que dialoga con lo mejor del cine de autor contemporáneo. Pero, sobre todo, es una película que invita a oír, a mirar con otros ojos, a atender a esos gritos que el cine —cuando se atreve a mirar lo invisible— puede finalmente amplificar.

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