La leyenda de Ochi | Review

La Leyenda de Ochi es una fábula visualmente artesanal que rescata la magia de la fantasía clásica con criaturas hechas a mano y paisajes de ensueño.
La Leyenda de Ochi (2025)
Puntuación:★★★½
Dirección: Isaiah Saxon
Reparto: Helena Zengel, Finn Wolfhard, Emily Watson y Willem Dafoe
Estreno en cines

En un tiempo donde la fantasía parece presa de la pantalla verde y los efectos digitales sin alma, La Leyenda de Ochi surge como un suave rugido que nos recuerda lo que significa soñar con los ojos abiertos. La ópera prima de Isaiah Saxon, conocido por su imaginación visual en videoclips, se siente como un rescate de lo perdido: criaturas hechas a mano, paisajes que parecen salidos de un lienzo húmedo, una historia que, aunque sencilla, late con la calidez de los cuentos de antes.

La fábula se ancla en Carpatia, una isla envuelta en bruma y leyendas, donde Yuri, una niña tan callada como valiente, desafía la voz autoritaria de su padre para proteger a un ser que otros tachan de monstruo. En la mirada asustada del pequeño Ochi, Yuri encuentra un reflejo de sí misma: ambos son inadaptados en un mundo que se aferra al miedo para justificar la violencia.

Lo que hace de esta película una rareza luminosa es su apuesta por la textura. Saxon combina maquetas, pinturas mate y títeres, como si sacara del baúl del cine esos trucos artesanales que alguna vez nos hicieron creer en dragones, gremlins y extraterrestres amigables. Sí, hay efectos digitales, pero aquí no reinan: sirven de pinceladas, no de muro. Y cuando la criatura Ochi se mueve, parpadea y respira, uno siente la presencia de manos humanas detrás de cada hilo, cada mechón de pelaje anaranjado.

Este enfoque visual va de la mano con una atmósfera que evoca a los clásicos de los 80, esos que preferían la aventura con corazón a la pirotecnia vacía. No es difícil ver ecos de E.T. cuando Yuri y su criatura se comunican a través de sonidos casi mágicos, ni dejarse arrullar por una banda sonora que huele a bosque y a nostalgia. Hay algo profundamente tierno en la forma en que la película abraza la imperfección: a ratos titubea en su humor, a veces se estira demasiado en su ritmo, pero justo ahí radica su encanto.

La actuación de Helena Zengel sostiene la emoción con una delicadeza que contrasta con el exceso caricaturesco de Willem Dafoe como el padre cazador. Zengel no necesita grandes gestos para transmitir que Yuri lleva dentro una soledad antigua, la misma que la empuja a cuidar del Ochi como quien se cuida a sí misma. Y aunque la relación entre ambos no alcanza la chispa emocional de otros dúos legendarios del cine, su ternura silenciosa se siente honesta, sin manipular al espectador para que derrame lágrimas prefabricadas.

Quizá su mayor logro es recordarnos que la fantasía, para que se sienta real, necesita un poco de mugre, de madera, de tela. Que detrás de cada criatura que nos roba una sonrisa debería haber un titiritero sosteniendo hilos invisibles. La Leyenda de Ochi no es una revolución, pero sí un recordatorio de que el asombro, cuando es genuino, basta para que una sala oscura vuelva a sentirse como un bosque encantado.

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