El Payaso del maizal es un filme que promete renovar el slasher con un nuevo ícono, pero se queda en un reciclaje de clichés sin personalidad. Ni su violencia moderada ni su crítica social superficial logran sostenerla.
El payaso del maizal (2025)
Puntuación:★★
Dirección: Eli Craig
Reparto: Katie Douglas, Carson MacCormac, Aaron Abrams y Will Sasso
Disponible: VOD Google Play
Cada cierto tiempo el género de terror nos promete, con bombo y platillo, el nacimiento de una nueva figura macabra que vendrá a perturbar nuestras noches y a revitalizar un mercado sobresaturado de asesinos enmascarados y jump scares de manual. Con El payaso del maizal, la maquinaria publicitaria hizo su parte: proyecciones en autocines, rumores de culto tras su paso por festivales y la aspiración de que Frendo, ese payaso con motosierra en mano, pudiera unirse al salón de la fama del slasher junto a Michael Myers, Jason Voorhees o Ghostface. Pero lo cierto es que bajo el maquillaje se esconde un filme que hace agua por todos lados, un espejismo más que una amenaza real.
Para empezar, la premisa en sí misma carece de sentido. Adaptar una novela juvenil de terror no es necesariamente una mala idea —ahí está It de Stephen King para recordarnos que la combinación de infancia, miedo y payasos puede ser demoledora— pero en El payaso del maizal todo se siente prefabricado. La chica lista que se muda al pueblo desolado, la fábrica que cerró y mató la economía local, la pandilla de adolescentes problemáticos que se convierte en carne de cañón… El guion parece ensamblado a partir de retazos de otros slashers ochenteros, pero sin la vitalidad ni la rebeldía que distinguían a aquellos títulos.
Lo más alarmante es la ausencia de personalidad. Ni las muertes —insulsas y rápidamente olvidables— ni la supuesta crítica social logran dotar de identidad a una cinta que se empeña en coquetear con un comentario de fondo pero se queda en la superficie. La rabia juvenil, la desconfianza hacia las figuras de autoridad o la paranoia colectiva apenas se insinúan. Pareciera que todo se resume en un envoltorio estético de videoclip adolescente: luces intermitentes, sustos programados y sangre dosificada para no espantar a su público objetivo de streaming.

Es curioso que Eli Craig, responsable de la entrañable Tucker & Dale vs. Evil, repita aquí algunos elementos de su éxito de culto: el humor negro, la inversión de tropos y la idea de darle la vuelta al género. Sin embargo, Tucker & Dale lograba equilibrar la comedia con la entraña gore, sin traicionar a sus personajes. En cambio, en El payaso del maizal todo es tan mecánico que hasta los últimos intentos de giro queer resultan tardíos, como un parche apresurado para diferenciarse de la competencia. La revelación final, supuestamente subversiva, es tan forzada como trivial, una explicación sobre-explicada que diluye el misterio en lugar de potenciarlo.
Quizá el pecado más grande de El payaso del maizal sea su falta de peligro real. En los grandes slashers, del Halloween de Carpenter al Scream de Craven, existe siempre una atmósfera de amenaza latente: un filo en la oscuridad, una sombra que se cuela por la ventana, una vulnerabilidad que se instala en la audiencia. Aquí, Frendo el Payaso debería encarnar esa figura del monstruo local convertido en leyenda urbana, pero termina siendo solo otro disfraz. La motosierra, la máscara, el maizal: iconografía de serie B desperdiciada en una coreografía sin alma.
Por momentos asoma la posibilidad de que la película abrace su condición de fiesta gore. Se intuye en ciertas muertes y en la pulsión anárquica de los adolescentes, que de algún modo recuerdan a la travesura nihilista de Terrifier. Pero hasta ahí. No hay suficiente audacia para el ultraviolento disfrute de medianoche, ni la calidez nostálgica de un homenaje bien entendido a la era del VHS. El Payaso del maizal se queda atrapada en ese limbo incómodo: demasiado sangrienta para ser un slasher light para principiantes, demasiado descafeinada para ganarse a los fanáticos curtidos en vísceras y sustos extremos.
En el fondo, uno entiende por qué esta película nació para la comodidad del sofá, no para la sala oscura. No hay tensión que amerite la comunión colectiva del grito ni secuencias tan memorables como para justificarse en pantalla grande. El terror, ese género que históricamente se nutre de lo visceral, lo clandestino, lo prohibido, termina domesticado, convertido en un producto de fin de semana, ideal para adolescentes distraídos por TikTok.