The Surfer | Review

The Surfer es un thriller delirante y atmosférico donde Nicolas Cage encarna a un hombre en crisis que, tras ser humillado por una pandilla local, se lanza en una espiral de locura y venganza. 
The Surfer (2024)
Puntuación:★★★½
Dirección: Lorcan Finnegan
Reparto: Nicolas Cage, Julian McMahon, Nic Cassim y Miranda Tapsell
Disponible: VOD Google Play

The Surfer no es solo un thriller de serie B con tintes psicodélicos; es también un retrato grotesco y furioso del colapso masculino en la era del narcisismo tardío. Bajo la dirección del irlandés Lorcan Finnegan, y con un Nicolas Cage en modo volcán, la película se lanza sobre la pantalla como un puñetazo envuelto en espuma de mar: desordenada, a ratos absurda, pero electrizante en su entrega emocional. Aquí no hay espacio para sutilezas; The Surfer apuesta por el exceso, por el delirio, por la imagen desbordada. Y aunque no siempre se sostiene, hay algo hipnótico en su caos.

La premisa parece salida de un relato de fogata, de esos que terminan con risas incómodas y preguntas sin respuesta: un hombre de mediana edad regresa con su hijo a la playa donde creció, sueña con recuperar la casa de su infancia y reconectar con sus raíces. Pero la tierra ha cambiado, y también sus reglas. Los Bay Boys —una pandilla de surfistas locales con modales de matón de pueblo— lo confrontan, lo humillan, lo despojan simbólicamente de su hombría frente a su hijo. A partir de ese instante, lo que parecía un drama familiar toma la forma de una odisea alucinada, donde la identidad, la nostalgia y la rabia se mezclan como espuma arrastrada por la corriente.

En el centro de este vendaval está Cage, interpretando a un personaje sin nombre, pero cuya presencia es tan reconocible que podríamos llamarlo simplemente Nic. Porque sí, The Surfer es tanto una película sobre su protagonista como sobre el propio Cage: su leyenda, su estilo desbocado, su capacidad para sostener el ridículo y volverlo sublime. En sus mejores momentos, la cinta se convierte en un espejo deformante de su filmografía, un ejercicio de autoconciencia actoral que roza lo metacinematográfico. Cage, sudoroso, desbordado, cada vez más errático, encuentra en este antihéroe a la deriva un terreno fértil para su pirotecnia emocional: un padre derrotado, una figura rota que busca en la playa perdida no solo un pedazo de tierra, sino también un lugar en el mundo.

La dirección de Finnegan, conocido por Vivarium, insiste en ese tono de pesadilla contenida que pronto se desborda. Comienza con una textura naturalista —sol abrasador, cuerpos tatuados, dunas que crujen— y termina en una espiral de delirio visual y sonoro, donde las alucinaciones se confunden con recuerdos y los objetos cotidianos adquieren un aura siniestra. Hay momentos en los que la película parece abandonar cualquier lógica interna para entregarse al impulso: Cage viviendo en su coche, bebiendo agua de charcos, confundido con un vagabundo por quienes lo rodean. El realismo inicial da paso al absurdo, y el espectador, como su protagonista, queda a la deriva.

The Surfer toca —aunque de forma episódica— temas que podrían haber sostenido un drama más sólido: la masculinidad herida, el fracaso como padre, la imposibilidad del regreso al hogar. Pero el guion, como su personaje central, parece demasiado ocupado sobreviviendo al siguiente embate emocional como para detenerse a desarrollar sus ideas. Las reflexiones sobre el éxito material, la memoria familiar y la pertenencia surgen como ráfagas, tan pasajeras como los flashbacks febriles que salpican el relato.

Aun así, en medio del desorden, hay destellos. La fotografía acentúa el calor abrasador con colores saturados y cielos imposibles; el diseño sonoro convierte los graznidos de las aves y el zumbido de los insectos en señales de alarma interna. El entorno, más que decorado, es un espejo del colapso del protagonista. Y aunque la película nunca termina de tomar una forma clara, esa incertidumbre también la vuelve fascinante: es como si la narrativa misma se estuviera descomponiendo junto a su héroe.

El fallecido Julian McMahon aporta solidez como el antagonista Scally, aunque su papel es más simbólico que dramático: representa la muralla infranqueable del “localismo” tóxico, de ese machismo territorial que reduce el mar a propiedad privada. Pero incluso esa crítica social se diluye en medio del frenesí. La película, finalmente, no está interesada en resolver ni explicar, sino en arrastrarnos con ella, en lanzarnos al remolino emocional de un hombre que ya no distingue entre la costa y el naufragio.

¿Funciona The Surfer como película? Solo en los mismos términos que su protagonista: a veces, a medias, cuando logra encontrar el equilibrio justo entre lo grotesco y lo poético. ¿Es coherente? No. ¿Es memorable? Sí, pero no por las razones convencionales. Como Cage, la película no pide permiso ni ofrece disculpas. Grita, se desmorona, se tambalea, y en esa inestabilidad encuentra su extraña fuerza.

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