Tres kilómetros al fin del mundo | Review

Lo nuevo de Emanuel Pârvu es un drama intenso sobre la homofobia en un pueblo del delta del Danubio, donde la violencia sufrida por Adi, un adolescente queer, se ve agravada por el rechazo y la represión de su propia familia.
Tres kilómetros al fin del mundo (2024)
Puntuación:★★★½
Dirección: Emanuel Pârvu
Reparto: Bogdan Dumitrache, Ciprian Chiujdea, Laura Vasiliu y Valeriu Andriuta
Disponible: Festival de cine europeo

El cine rumano ha construido, en las últimas dos décadas, un espacio privilegiado en el mapa mundial del cine de autor. Directores como Cristian Mungiu, Cristi Puiu o Radu Jude, quienes han desarrollado un lenguaje sobrio, riguroso y profundamente crítico de las estructuras sociales, políticas y familiares que sostienen —y muchas veces asfixian— la vida cotidiana en Rumanía. En ese contexto se inscribe Three Kilometres to the End of the World (2024), la tercera película de Emanuel Pârvu, un drama que aborda la homofobia en un pequeño pueblo del delta del Danubio. El filme, con tintes de tragedia familiar y comentario social, logra momentos de gran fuerza pero al mismo tiempo se resiente de caer en ciertos lugares comunes de las narrativas queer contemporáneas.

La trama sigue a Adi (Ciprian Chiujdea), un adolescente de diecisiete años que lo tiene todo para proyectar un futuro brillante: atractivo físico, inteligencia académica y un horizonte abierto más allá de su pequeño pueblo. Sin embargo, tras un breve episodio de coqueteo con un turista, su vida se quiebra radicalmente al recibir una brutal paliza homofóbica. A partir de ese momento, el relato se concentra menos en la agresión física y más en la violencia emocional y simbólica ejercida por su propia familia y comunidad. La cámara de Pârvu no necesita mostrar los golpes: los elide y se centra en las consecuencias, reforzando así la dimensión psicológica del trauma.

En ese sentido, la película dialoga con Graduation (2016) de Mungiu, en tanto ambas giran en torno a padres que reaccionan a un incidente violento contra sus hijos. Pero la diferencia crucial aquí radica en la revelación de la homosexualidad de Adi: un elemento que convierte el relato en una exploración del amor tóxico, de la ignorancia y de la imposibilidad de aceptación en comunidades cerradas. La figura del sacerdote que intenta “curar” a Adi con rezos y humo de incienso resume la fusión de fe, superstición y represión que aún marca muchos contextos rurales.

El delta del Danubio es un escenario visualmente fascinante: horizontes infinitos, cielos despejados, la promesa de libertad inscrita en el espacio natural. Sin embargo, ese entorno abierto contrasta con el encierro espiritual y moral de la comunidad. Pârvu utiliza el paisaje no solo como telón de fondo sino como ironía visual: la amplitud de la geografía subraya el estrechamiento de la mentalidad colectiva. Adi sueña con escapar a Bucarest, donde quizás la vida pueda ofrecerle un respiro, pero en su pueblo, cada mirada y cada puerta cerrada recuerdan la asfixia de la tradición.

El mayor mérito de Tres kilómetros al fin del mundo está en su capacidad de construir tensión y en la calidad de sus actuaciones. Bogdan Dumitrache y Laura Vasiliu, como los padres de Adi, transmiten con precisión la contradicción entre el amor por su hijo y la incapacidad de aceptarlo tal cual es. Esa ambivalencia alimenta los momentos más desgarradores de la cinta: cuando la madre llora más por la homosexualidad revelada que por la paliza recibida, el espectador se enfrenta a la violencia emocional en su estado más desnudo.

No obstante, el filme tropieza al apoyarse en recursos dramáticos ya transitados en la representación cinematográfica de la homofobia. El adolescente que sufre violencia, el secreto que debe ocultarse, la represión religiosa, la ignorancia de la comunidad: todos son elementos que, si bien reales, se presentan sin la audacia ni la inventiva narrativa que otros cineastas han demostrado en sus aproximaciones a la injusticia social. En comparación con el radicalismo formal y político de Radu Jude, o la sutileza corrosiva de Puiu, la propuesta de Pârvu parece más convencional, casi diseñada para circular cómodamente en festivales internacionales sin desafiar demasiado al espectador.

La película de Pârvu es un relato necesario, porque visibiliza una herida social persistente. Pero lo hace desde un registro demasiado conocido, lo que le resta potencia crítica. Entre lo estremecedor y lo predecible, se mueve en un terreno intermedio: el de una película correcta, intensa en momentos puntuales, pero que no logra romper con la tradición de representaciones sobre la violencia hacia las identidades queer. En ese sentido, funciona más como testimonio que como innovación cinematográfica.

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