Rosalie de Stéphanie Di Giusto es un delicado drama de época que, inspirado en la vida de la “dama barbuda” Clémentine Delait, explora la autoaceptación y la resistencia frente a los cánones de belleza.
Rosalie (2023)
Puntuación:★★★
Dirección: Stéphanie Di Giusto
Reparto: Nadia Tereszkiewicz, Benoit Magimel y Benjamin Biolay
Disponible: Festival de cine europeo
En su segundo largometraje, Stéphanie Di Giusto vuelve a interesarse por los cuerpos y las identidades que desentonan con la norma, esta vez con una historia inspirada en la vida de Clémentine Delait, la célebre “dama barbuda” del siglo XX. Pero en lugar de proponer un biopic fiel, la cineasta opta por una transposición, donde el anacronismo funciona como una estrategia narrativa: Rosalie no es solo una mujer barbuda, es un símbolo de resistencia frente a una sociedad que condena cualquier desviación de lo esperado.
Aunque la película se ambienta en el siglo XIX, Rosalie se articula como un espejo de nuestras luchas actuales en torno al género, la identidad y la aceptación del cuerpo. La heroína interpretada con delicadeza y firmeza por Nadia Tereszkiewicz encarna un doble gesto: por un lado, un acto de autoafirmación frente a los cánones de belleza impuestos, y por otro, una invitación a mirar de frente lo que la sociedad suele invisibilizar o patologizar.
Lo interesante del filme es que evita el camino fácil de la victimización melodramática. Di Giusto, en cambio, construye una narración sincera y luminosa, más cercana a un estudio de autoaceptación que a una parábola sobre el sufrimiento social. Los habitantes del pueblo, primero escandalizados, acaban por aceptar la barba de Rosalie, no como deformidad sino como signo de autenticidad. Ese tránsito de la repulsión a la fascinación es, en esencia, el arco dramático de la comunidad, más que el de la protagonista.
El centro narrativo no es únicamente la lucha de Rosalie por mostrarse tal cual es, sino también su matrimonio con Abel (Benoît Magimel), un hombre quebrado por las deudas y las heridas de guerra. La pareja funciona como espejo: mientras él carga cicatrices visibles y un sentido de humillación masculina, ella exhibe su barba como un desafío. La dinámica entre ambos se vuelve una danza entre la vergüenza y el deseo, el rechazo y la aceptación.
Magimel aporta contención a un personaje que oscila entre la ira y la vulnerabilidad, mientras Tereszkiewicz despliega una energía contradictoria: tímida, pero también orgullosamente provocadora. El romance entre ambos evita los clichés del melodrama y propone algo más sutil: la construcción de una intimidad entre dos marginados que aprenden a amarse en sus imperfecciones.
Visualmente, Di Giusto apuesta por una puesta en escena de ecos pictóricos, con alusiones a cuentos de hadas y símbolos florales que bordean lo fantástico. Es un lenguaje que a veces roza la estilización excesiva, pero que refuerza la condición de fábula moral de la película. La música de Hania Rani, etérea y melódica, acentúa la fragilidad luminosa de Rosalie y contrasta con los nubarrones narrativos que se ciernen cuando el antagonismo social se hace explícito.
En este punto, la película tropieza: la aparición de un empresario codicioso (Benjamin Biolay) introduce un giro hacia el conflicto externo que, si bien busca intensificar la tensión, desdibuja la fuerza inicial del relato íntimo. Lo que al comienzo era un estudio delicado sobre identidad y aceptación corre el riesgo de convertirse en un drama de oposición demasiado convencional.
Aun con sus irregularidades, Rosalie brilla cuando se centra en lo esencial: la decisión de una mujer de no esconderse más. Al igual que en La bailarina, Di Giusto vuelve a defender a quienes desobedecen las normas del cuerpo y de género. Y aunque el filme no siempre logra equilibrar la intimidad con la alegoría social, consigue transmitir un mensaje contundente en su sencillez: lo que la sociedad considera anomalía puede ser, en realidad, fuente de belleza y libertad.