Juego sucio | Review

Shane Black intenta revivir la comedia de acción que lo hizo célebre, pero termina siendo una versión diluida de su propio estilo. Aunque Mark Wahlberg y Lakeith Stanfield aportan carisma, el guion carece de cohesión y profundidad.
Juego Sucio (2025)
Puntuación: ★
Dirección: Shane Black
Reparto: Mark Wahlberg, Lakeith Stanfield, Rosa Salazar, Keegan-Michael Key, Nat Wolff y Tony Shalhoub
Disponible en Prime Video

Hay algo profundamente paradójico en el regreso de Shane Black al género que lo consagró. Juego sucio (Play Dirty, 2025), estrenada directamente en Amazon Prime, representa tanto la persistencia como el agotamiento de una forma de entender el cine de acción y comedia que él mismo ayudó a definir. La película, protagonizada por Mark Wahlberg y Lakeith Stanfield, pretende ser una actualización de los ladrones con códigos y las dinámicas de compañeros enfrentados al crimen organizado. Sin embargo, lo que en Dos tipos peligrosos (The Nice Guys, 2016) era ritmo, ironía y una mirada nostálgica hacia el cine negro, aquí se transforma en una repetición desganada.

Basada en la saga literaria de Parker escrita por Donald E. Westlake (bajo el seudónimo Richard Stark), Juego sucio promete una historia de robos, traiciones y códigos morales entre criminales. Pero en lugar de actualizar ese universo con la complejidad o cinismo que caracterizan a Black, la película se conforma con un esquema superficial. Wahlberg encarna a Parker, un ladrón con principios, atrapado en una red de engaños dentro del mundo mafioso de Nueva York. El planteamiento podría haber ofrecido una revisión del antihéroe clásico, pero el guion nunca logra construir una tensión real.

El problema no es tanto la simplicidad como la falta de precisión. La trama, saturada de personajes secundarios que aparecen para su propio lucimiento y desaparecen sin consecuencias, deja la sensación de un rompecabezas incompleto. Lo que debería ser un entramado de traiciones —al estilo de Lethal Weapon o Kiss Kiss Bang Bang— se reduce a un desfile de set pieces y frases ingeniosas mal colocadas.

La relación entre Wahlberg y Lakeith Stanfield es uno de los pocos elementos que recuerdan el espíritu original de Shane Black. Ambos actores logran momentos de energía y complicidad que alivian el tedio narrativo, pero nunca lo redimen del todo. Black siempre entendió que el corazón de sus películas no eran los tiros ni los coches, sino los vínculos: los hombres rotos que se necesitan mutuamente para sobrevivir a su propio cinismo. En Juego sucio, esa idea se diluye bajo un guion que confunde “compañerismo” con sarcasmo y “comedia” con ruido.

Lakeith Stanfield, en particular, aporta un tipo de presencia que la película no termina de aprovechar. Su naturalidad y elegancia contrastan con el tono más físico y predecible de Wahlberg, pero el montaje no les concede el tiempo ni el espacio para que esa fricción evolucione en algo significativo. En consecuencia, lo que debería ser un relato sobre la confianza y la traición entre iguales termina siendo un ejercicio de estilo sin afecto.

Desde El último Boy Scout hasta The Nice Guys, Black había demostrado que podía combinar el humor cínico con la violencia estética del noir. Pero Juego sucio parece el producto de un director atrapado por su propia fórmula. Su puesta en escena aún conserva una elegancia formal —el control del espacio, los destellos de ironía visual, la precisión en los tiroteos—, pero el contexto industrial del streaming lo empuja hacia una versión descafeinada de sí mismo.

La película no sólo se siente menor, sino que parece concebida para “llenar catálogo”, una suerte de producto manufacturado bajo el disfraz de autoría. En este sentido, Juego sucio encarna un mal contemporáneo: la absorción del cine de autor dentro de la lógica de las plataformas, donde incluso los directores con voz propia deben entregar algo “funcional”, no memorable.

Juego sucio no es una mala película en el sentido convencional; es peor que eso: es una película irrelevante. No deja huella, no arriesga, no incomoda. Funciona como entretenimiento de fondo, y quizá por eso mismo resulta tan decepcionante viniendo de un autor que alguna vez hizo del ingenio y la melancolía sus marcas registradas.

En un panorama donde las comedias de acción se han convertido en clones de sí mismas, Shane Black tenía la oportunidad de volver a demostrar por qué era el mejor en ese juego. Pero su regreso, lejos de ser un renacimiento, parece una despedida melancólica: la de un director que aún sabe cómo encuadrar un golpe, pero ha olvidado por qué valía la pena lanzarlo.

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