Mascha Schilinski crea un poema cinematográfico sobre el trauma intergeneracional y la memoria colectiva en una Alemania rural a través de un montaje fragmentado y un lenguaje visual cargado de símbolos.
FICM 2025 | El sonido al caer (2025)
Puntuación: ★★★★½
Dirección: Mascha Schilinski
Reparto: Hanna Heckt, Greta Krämer, Filip Schnack, Helena Lüer, Anastasia Cherepakha, Susanne Wuest y Gode Benedix
La segunda película de Mascha Schilinski, El sonido al caer, es una obra que respira desde la ambición, pero una ambición profundamente emocional antes que formal. Es una exploración de la memoria, el trauma y el eco generacional que atraviesa el tiempo como un fantasma, impregnando las paredes de una granja que actúa como corazón y tumba a la vez. Schilinski no solo filma una historia sobre mujeres marcadas por la violencia y el deseo, sino que construye un poema visual sobre la herencia del dolor, donde cada gesto, cada silencio y cada sombra cargan con la densidad de un siglo entero.
A lo largo de cuatro generaciones, El sonido al caer despliega un retrato coral de lo femenino como algo cíclico, sometido y resiliente, en una Alemania rural donde el tiempo parece estancado entre guerras, trabajos domésticos y el peso de la historia. La granja donde transcurre todo es más que un espacio: es una herida abierta que se niega a cerrarse. Schilinski convierte las paredes, los retratos familiares y el río cercano en portadores de un lenguaje simbólico —el agua como memoria, la luz como trauma revelado, el barro como herencia genética del sufrimiento—.
Su montaje fragmentado —que rompe cronologías y enlaza épocas mediante rimas visuales— recuerda el trabajo de Malick o la sutileza metafísica de Apichatpong Weerasethakul. Pero lo que en otros cineastas sería abstracción, aquí es densidad emocional: los cuerpos, sobre todo los femeninos, son contenedores del tiempo. La cámara los recorre con una proximidad táctil, los respira y los disuelve, como si cada encuadre estuviera a punto de perderlos entre generaciones. Schilinski logra un equilibrio singular entre lo histórico y lo sensorial; su ambición no se mide en la magnitud del relato, sino en su capacidad de entrelazar la intimidad con el tiempo.

El uso del sonido, y especialmente del silencio, es otro eje esencial. El agua —ya sea como río, lluvia o respiración— se convierte en un leitmotiv casi espiritual. Su rugido final, desbordando la imagen, condensa el peso acumulado de un siglo de culpa y represión. Es un recurso de montaje y sonido que otorga a la película una estructura musical: cada historia reverbera en la siguiente, cada generación hereda el eco sonoro de la anterior.
Sin embargo, El sonido al caer no está exenta de sus excesos. La película, en su ambición poética, a veces cae en la reiteración simbólica o en un lirismo visual que parece complacerse demasiado en su propia densidad. Ciertos pasajes —particularmente en la tercera historia, ambientada en la Alemania del Este— abusan del montaje elíptico hasta el punto de diluir la emoción en pura textura. Esa tendencia al “cine del eco” se vuelve un arma de doble filo: hipnótica, sí, pero también distanciada. Aun así, es un riesgo coherente con su visión: Schilinski asume la forma como espejo de la memoria, donde nada es lineal, todo es reverberación.
El fileme dialoga con tradiciones del cine europeo contemporáneo —de Haneke a Ulrich Köhler— pero se distingue por su mirada profundamente femenina. Las mujeres que habitan la granja no son heroínas ni víctimas, sino presencias atávicas que absorben la violencia de su entorno y la transmutan en resistencia silenciosa. En ellas, el pasado no se recuerda: se encarna. Y es ahí donde Schilinski, con sensibilidad y rigor, transforma la historia en mito.
En última instancia, El sonido al caer es una película que observa el tiempo como una materia viva, corrupta y doliente. Una obra donde los fantasmas no aparecen, sino que se heredan. Schilinski, con una madurez sorprendente para su segundo largometraje, demuestra que el cine puede ser una excavación arqueológica de la memoria: una forma de mirar hacia el sol, aunque duela, aunque ciegue.