Blue Moon | Review

Richard Linklater condensa la vida de Lorenz Hart en una sola noche: la caída emocional y profesional del letrista, interpretado por un Ethan Hawke que entrega una actuación desgarradora, llena de matices y de un humor triste.
Blue Moon (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Richard Linklater
Reparto: Ethan Hawke, Margaret Qualley, Bobby Cannavale y Andrew Scott.
Disponible en VOD

Richard Linklater vuelve a demostrar en Blue Moon que pocas cosas le obsesionan tanto como el instante. La película no se articula desde la comodidad académica de la biopic, sino desde un punto de fuga emocional: una noche que condensa toda una vida. Lorenz Hart —genio diminuto, poeta de la comedia musical y hombre devastado por sus propias grietas— se convierte en el centro de una obra que funciona como cámara de ecos, donde la memoria retumba entre la gloria ajena y el fracaso íntimo. A Linklater no le interesa enumerar éxitos ni reconstruir con precisión museística la historia del musical americano; le interesa, como siempre, capturar el temblor humano que cabe en un espacio limitado y en un tiempo que agoniza.

Ethan Hawke encarna a Hart desde la vulnerabilidad, la extravagancia y una humanidad que desarma. Su actuación es un pequeño prodigio: una mezcla de patetismo y brillantez que revela la vida interior de un artista que sabe que ya no pertenece a la época que ayudó a definir. Hawke juega con la fisicidad —ese cuerpo reducido digitalmente, esa postura encogida— y con una expresividad que transita del humor autodefensivo al derrumbe emocional. La película se articula sobre su presencia quebradiza, y cada frase lanzada al camarero funciona como confesión y performance; cada referencia irónica —el delicioso y venenoso “Okla-homo”— se vuelve una manera de sobrevivir a su propia insignificancia social.

Linklater convierte el bar Sardi’s en un microcosmos cargado de ausencias. Elizabeth, ese amor imposible construido en la imaginación y en la retórica del poeta, domina lo que no está. Rodgers —amigo, socio, némesis— representa la traición que define el ocaso profesional de Hart. Y la década del ’40, con su guerra de fondo, pesa como un fantasma en cada conversación. El director, fiel a su creencia radical en la palabra, hace de Blue Moon un homenaje a lo verbal como acto de supervivencia. Aquí, la historia se narra hablándola: canciones recordadas, diálogos citados —incluso aquel célebre “No one ever loved me that much” de Casablanca— y fantasías amorosas que existen porque Hart, y solo Hart, puede verbalizarlas.

La película respira como un set piece teatral atravesado por la melancolía. La acidez con la que Hart observa Oklahoma! desde la butaca —odiando el signo de exclamación pero reconociendo el genio musical del que ya no forma parte— devuelve el drama al terreno más terrenal posible: la conciencia de haber sido superado. Allí donde Rodgers avanza hacia Hammerstein y hacia una nueva era del musical americano, Hart queda atrapado en el lugar donde convergen el fracaso amoroso y el profesional, como si la vida hubiera decidido desmoronarse toda en la misma noche.

El triángulo emocional con Elizabeth, interpretada por una Margaret Qualley que aporta gracia y crueldad en igual medida, resulta uno de los gestos más tristes de la película. Hart la ama de manera compleja: en su sensualidad ambigua, en su voyeurismo casi confesional, en la necesidad desesperada de ser deseado o recordado, aunque sea solo como confidente o figura paternal incierta. Linklater y Kaplow entienden que el dolor de Hart radica en que Elizabeth lo quiere, sí, pero en la única forma que no puede completarlo.

En este sentido, Blue Moon dialoga con el universo Linklater: personajes que hablan para existir, que se sostienen en palabras para no desaparecer, que descubren en el instante cotidiano —una conversación en un bar, un recuerdo que vuelve— el sentido más íntimo de su tragedia. El filme, con toda su tristeza luminosa, se convierte en el retrato de un artista que sabe que su obra sobrevivirá, mientras él se diluye en una noche lluviosa que funciona como destino, epitafio y última canción.

Hawke ofrece, quizá, la mejor actuación de su vida: un estudio incisivo sobre la fragilidad masculina, el deseo sin objeto claro y la lucidez tormentosa del talento herido. Al final, queda la sensación de que Blue Moon podría haber sido un musical, pero incluso en ese caso habría faltado lo esencial: alguien capaz de escribir las canciones del hombre que ya no está.

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