Elio es un intento fallido de Pixar por mezclar duelo, ciencia ficción y comedia infantil, pero termina atrapado en una narrativa torpe y mecánica. Visualmente atractiva, pero carente de la profundidad emocional que definía al estudio.
Elio (2025)
Puntuación:★★½
Dirección: Madeline Sharafian, Domee Shi y Adrián Molina
Voces: Yonas Kibreab, Zoe Saldaña, Remy Edgerly, Brandon Moon, Brad Garrett y Jameela Jamil
Estreno en cines
Hay algo trágicamente irónico en Elio: una película que sueña con galaxias inexploradas mientras naufraga en su propio sistema solar creativo. Pixar, ese titán de la animación que alguna vez desafió la gravedad emocional con historias como Up o Inside Out, hoy se atreve a mirar a las estrellas para contarnos —otra vez— un cuento sobre duelo, pertenencia y amistad. Pero esta vez, sus planetas chocan y se pulverizan sin generar ni un mísero Big Bang narrativo.
Elio se vende como la odisea de un niño que, huérfano de padres y casi huérfano de amor, desea ser abducido para escapar de una Tierra que ya no le dice nada. Es una premisa que debería abrir heridas, tocar fibras universales: ¿quién no ha querido alguna vez evaporarse del dolor? Y sin embargo, la película apenas logra rascar la superficie de su propio drama. Lo que comienza como un grito por conexión se convierte en un recital de tópicos familiares, una coreografía de traumas abordados con la tibieza de quien teme incomodar a su público infantil.
Resulta doloroso ver cómo Pixar dilapida la complejidad de sus propias preguntas. La muerte de los padres de Elio es poco más que un flashback de catálogo emocional; la relación con la tía Olga, que pudo ser un salvavidas narrativo, se resigna a la postal de la “tía sacrificada”, tan plana y predecible como un planeta sin atmósfera. En lugar de profundizar en esa grieta afectiva, el guion se dedica a multiplicar escenarios: un clon en la Tierra, un consejo galáctico de extraterrestres pintorescos, un villano que no asusta ni a un osito de peluche. Lo que debería ser un universo en expansión es un agujero negro de ideas a medio cocinar.

Pixar siempre supo disfrazar lo complejo de sencillo. En Inside Out, cada emoción era un engranaje de una maquinaria humana tan frágil como extraordinaria. En Up, cinco minutos bastaron para contarte toda una vida de amor, pérdida y aceptación. Pero en Elio, cada intento de hondura se siente mecánico, casi por obligación contractual. Hay diálogos que pretenden conmover, escenas que quieren ser “tiernas”, peleas que fingen tensión. Nada florece. Es como si la película estuviera condenada a orbitar alrededor de lo que podría haber sido, sin jamás aterrizar en una verdad conmovedora.
Visualmente, Elio cumple —como casi toda producción Pixar—, pero la belleza de sus mundos digitales no salva el naufragio emocional. Hay colores brillantes, criaturas simpáticas, un Communiverso que promete ser un carnaval de posibilidades. Pero la estética no tapa la costura narrativa: toda esa riqueza visual es decorado para una historia que no confía en sus propios personajes. Ni el villano Grigon, ni su hijo Glordon, ni siquiera el propio Elio están dibujados con la complejidad suficiente para dejar huella. Son satélites que gravitan alrededor de un sol apagado.
Al final, Elio deja una sensación de pérdida: no la del protagonista, sino la de un estudio que parece extraviado en su propia fórmula. Pixar, que alguna vez hizo llorar a generaciones enteras con juguetes que aceptaban su mortalidad y robots que descubrían el amor en un vertedero, hoy parece un clon de sí mismo: retorciendo las mismas premisas de siempre, pero sin la chispa de riesgo, de insolencia emocional, de valentía narrativa.
Elio se aburre de su propio viaje. Y ese es el mayor crimen de todos: no solo fracasa en decirnos algo nuevo sobre la pérdida, la familia o la amistad, sino que además olvida que, para tocar el corazón del espectador, hay que tener el valor de contar una historia incómoda, viva, humana. En vez de eso, nos entrega una animación bellísima que se siente como un peluche: suave, bonito y vacío.