Jay Kelly aspira a ser una reflexión sobre la fama, la soledad y la redención, pero termina atrapada en un narcisismo hollywoodense que limita su alcance emocional. Aunque el inicio promete un film sobre la fragilidad del artista, la puesta en escena se vuelve plana y literal.
Jay Kelly (2025)
Puntuación: ★★½
Dirección: Noah Baumbach
Reparto: George Clooney, Adam Sandler, Laura Dern, Billy Crudup, Riley Keough, Jim Broadbent, Patrick Wilson, Eve Hewson, Greta Gerwig, Alba Rohrwacher, Emily Mortimer e Isla Fisher.
Disponible en Netflix
Noah Baumbach siempre ha tenido un instinto casi quirúrgico para diseccionar neurosis burguesas, pero en Jay Kelly parece enfrentarse a un espejo demasiado pulido, uno en el que él mismo y su personaje titular terminan reflejándose hasta el cansancio. La película, escrita junto a Emily Mortimer y protagonizada por un George Clooney que juega a ser la versión decadente y vulnerable de un ícono hollywoodense, intenta ser una elegía moderna sobre la fama, la soledad y la imposibilidad de reconocerse en la figura pública que uno mismo ha construido. Sin embargo, queda atrapada —casi desde el primer arco— en el ombliguismo del “niño rico con tristeza”, una zona segura de la que la película nunca logra escapar del todo.
El arranque promete otro camino: un plano secuencia sofisticado y lleno de intención que abre las puertas a un juego metacinematográfico donde la sombra del actor antecede a su figura. Es un inicio elegante, casi hipnótico, en el que Baumbach parece proponer una mirada sobre la muerte, la vejez y la fragilidad del cuerpo que interpreta para otros. Pero esa promesa se diluye con rapidez. Lo que sigue es una puesta en escena literal, plana, que se conforma con exponer sin matices los conflictos de un hombre bunkerizado —rodeado de asistentes, managers, cocineros y guardaespaldas— que se define más por su aislamiento que por su capacidad de transformación.
Jay Kelly se siente solo no porque esté desconectado del mundo, sino porque la película reduce la complejidad del personaje a una acumulación de gestos narcisistas. Sus hijas lo rehúyen, su amigo de juventud le reprocha un viejo rencor, y sus exesposas ni siquiera merecen un espacio narrativo. Es aquí donde Jay Kelly revela su mayor contradicción: quiere hablar del encuentro con “la gente real”, pero no consigue representarla; desea explorar la desconexión existencial del artista, pero reafirma una mirada elitista que convierte a Europa en una fantasía desactualizada, un decorado turístico que refuerza la distancia del protagonista en lugar de cuestionarla.

La huella de Sullivan’s Travels sobrevuela el film, pero solo como eco temático. En vez de un viaje físico y emocional que confronte al artista con su propia ignorancia, Baumbach parece replicar el gesto sin la convicción necesaria. La Italia que retrata es un simulacro hollywoodense, como si el propio director estuviera más cómodo trabajando sobre la idea de Europa que con sus texturas reales. Paradójicamente, esto vuelve aún más evidente el paralelismo entre Baumbach y su protagonista: un cineasta como Kelly, encerrado en su prestigio, incapaz de respirar fuera de su burbuja.
A pesar de lo anterior, George Clooney ofrece una interpretación que se sostiene en su carisma, en su capacidad para habitar tanto la ironía como la fragilidad. No interpreta a “una estrella de Hollywood”, sino a un hombre que ha confundido la fama con la identidad. En su gesto hay algo profundamente humano, incluso cuando el guion lo traiciona con trazos gruesos. Adam Sandler, por su parte, aparece en un registro más contenido, lejos de la farsa y más cerca de la vulnerabilidad que ya había demostrado en The Meyerowitz Stories. Su manager es la figura que intenta anclar a Jay a una realidad que este se empeña en no ver.
Otros secundarios —Laura Dern, Billy Crudup, Jim Broadbent, Emily Mortimer, Patrick Wilson, Greta Gerwig— orbitan alrededor del protagonista como satélites narrativos, eficaces pero subutilizados. Crudup es el que más destaca, aportando un filo emocional que la película habría necesitado para no caer en la monotonía confesional que termina dominando su ritmo.

Cuando Jay Kelly intenta hablar de redención, lo hace de forma ambivalente. Para que esa redención importe, Baumbach debería permitirnos ver a Jay como persona antes que como figura pública; sin embargo, gran parte del metraje insiste en lo contrario. La película parece pedir empatía, pero ofrece material limitado para construirla. Al final, el viaje de Jay es más un gesto simbólico que una transformación real; una síntesis emocional que no termina de cuajar porque está construida desde la superficie y no desde la experiencia vivida.
Queda la sensación de que Baumbach quiso filmar una parábola hollywoodense sin cuestionar la mirada hollywoodense. Y ese es, quizá, el mayor problema del film: se sitúa en un territorio intermedio entre el drama íntimo y la sátira de la industria, pero no termina de profundizar en ninguno. Jay Kelly funciona cuando Clooney permite que la melancolía se asome entre las grietas del personaje, pero pierde fuerza cada vez que la película regresa a su autoindulgencia, al peso de su propia solemnidad.
Es posible que los rumores sobre su potencial rumbo al Oscar digan más del circuito industrial que del mérito real de la película. Baumbach tiene obras más incisivas, más arriesgadas y más honestas. Aquí, su mirada se vuelve difusa, prisionera de un protagonista que, como él, observa el mundo desde lejos sin terminar de comprenderlo.