Michel Hazanavicius crea una fábula animada sobre el Holocausto que combina lirismo visual con un trasfondo profundamente trágico. Aunque busca sensibilizar mediante una forma accesible, su mezcla de ternura y horror resulta un tanto ambigua.
La Carga más preciada (2024)
Puntuación:★★★½
Dirección: Michel Hazanavicius
Voces: Dominique Blanc, Grégory Gadebois, Denis Podalydès y Jean-Louis Trintignant
Disponible en VOD
En un bosque nevado, donde el silencio corta como navaja y los árboles parecen guardar secretos antiguos, Michel Hazanavicius despliega un cuento oscuro que juega a ser fábula y tragedia, una suerte de fairy tale posmoderno teñido por el horror del Holocausto. La carga más preciada —basada en la novela homónima del escritor y guionista Jean-Claude Grumberg, hijo de víctimas de la Shoá— es una apuesta tan singular como polémica: una historia animada, aparentemente inocente, que toma como punto de partida uno de los crímenes más atroces de la humanidad.
La película, estrenada en el Festival de Cannes, se distancia del enfoque sobrio y minimalista de cintas como El hijo de Saúl o La zona de interés. Aquí, el Holocausto es narrado como si brotara de las páginas de los Hermanos Grimm, con su bosque encantado, animales parlantes, y personajes arquetípicos —el leñador, la esposa sin hijos, el bebé salvador—, pero lo que subyace bajo esa forma de cuento infantil no es otra cosa que el genocidio sistemático de millones de personas. El dilema está servido: ¿cómo representar lo indecible sin caer en la trivialización o la desmesura estética?
Desde el primer fotograma, la cinta lanza una advertencia bajo la voz ya fantasmal del difunto Jean-Louis Trintignant: esto no será una historia amable. Y sin embargo, la forma sugiere otra cosa. El estilo visual —con su paleta tenue, sus contornos definidos y la textura artesanal de sus paisajes— invoca cierta belleza poética que contrasta con la brutalidad del fondo. Esta contradicción es el corazón de la película: su intento de hacer convivir el lirismo del mito con la obscenidad de la historia real. La narración, a ratos encantadora y a ratos inusitadamente brutal, se balancea peligrosamente sobre esa línea.
El argumento es sencillo y simbólico. Un padre, al borde de la desesperación, lanza a su bebé desde un tren rumbo a Auschwitz, aferrado a la remota esperanza de que alguien —un alma buena— lo encuentre. Es la esposa de un leñador pobre, quebrada por la pérdida de su propio hijo, quien recoge el bulto y decide criarlo. Pero el leñador, tosco y prejuicioso, reacciona con sospecha y odio: “los Sincorazón”, llama a los judíos, en una generalización monstruosa que revela la banalidad del mal cotidiano. La película construye así un microcosmos de prejuicio, redención y amenaza, en el que el antisemitismo no es una abstracción ideológica, sino un veneno incrustado en la vida rural, en lo doméstico.

Uno de los aciertos del film es no rehuir la violencia. Hay escenas en el tren que hielan la sangre, incluso con el filtro estético de la animación. Hazanavicius, junto al diseñador Julien Grande, logra momentos de sobria intensidad, en los que el dolor se impone sin necesidad de mostrarlo todo. Pero esa contención se pierde en otros pasajes: transiciones súbitas a conejos dibujados con ternura infantil, o la desafortunada secuencia final con rostros congelados de víctimas reales, tratadas con una estilización casi decorativa. Allí, la película deja de sugerir para imponer, y lo que era metáfora se transforma en ilustración forzada.
Más problemática aún es la coda metacinematográfica, donde el narrador afirma que esta es una historia ficticia… “al igual que algunos dicen que lo fue el Holocausto”. La comparación, sin duda provocadora, intenta señalar la amenaza del negacionismo contemporáneo. Pero el riesgo de trivializar se concreta justo ahí: al poner al mismo nivel una invención narrativa y una atrocidad histórica documentada, la película se interna en una zona ambigua donde el gesto simbólico se vuelve torpe.
Y sin embargo, no se puede negar la honestidad emocional de la propuesta. Hazanavicius no busca banalizar el Holocausto, sino encontrar una forma accesible de hablarle a nuevas generaciones. La suya es una pedagogía afectiva, que apuesta por la fábula como vía de entrada a la memoria histórica. Pero es precisamente en esa intención bienintencionada donde reside la paradoja más incómoda del film: su estética amable puede suavizar lo que debe doler; su lirismo puede confundir lo que debe quedar claro.
La banda sonora de Alexandre Desplat, con sus ecos klezmer y su dramatismo ampuloso, tampoco ayuda a estabilizar el tono. Lo mismo ocurre con la canción yidis que acompaña los créditos finales: suena como un intento por cerrar con esperanza, pero termina siendo un gesto desconcertante. La película, como su música, parece no encontrar el tono justo para dialogar con su tema.
La carga más preciada no es una película fallida por falta de talento, ni por falta de sensibilidad. Su error es más sutil y más inquietante: es un problema de ambigüedad en su discurso. ¿Cómo hablar del horror sin estetizarlo? ¿Cómo conmover sin dulcificar? ¿Cómo enseñar sin trivializar? Hazanavicius propone una respuesta que, aunque formalmente cuidada, no logra sostener el equilibrio entre el símbolo y la historia, entre la fábula y la realidad. Lo que queda, es una obra extraña, desconcertante, a ratos hermosa y a ratos ambiciosa, que se mueve en una zona gris donde el arte y la memoria se rozan, entregando un resultado por mucho debatible.