La cosecha | Review

Adaptación de la novela de Jim Crace, que explora la fragilidad de las estructuras sociales, la dependencia de la tierra y los conflictos que surgen frente a la modernidad. Caleb Landry Jones impresiona como un hombre atrapado entre la lealtad a su comunidad y la observación del colapso social.
La Cosecha (2024)
Puntuación:★★★½
Dirección: Athina Rachel Tsangari
Reparto: Caleb Landry Jones, Harry Melling, Rosy McEwen, Arinzé Kene, Thalissa Teixeira y Frank Dillane
Disponible: Mubi

Con La Cosecha, Athina Rachel Tsangari se adentra en un territorio cinematográfico visceral y profundamente terrenal. Su adaptación de la novela de Jim Crace no se limita a recrear el áspero siglo XVII, sino que indaga en la fragilidad de las estructuras sociales que sostienen a una comunidad rural destinada a desaparecer. Más que un simple retrato histórico, la película funciona como una parábola sobre la dependencia absoluta de la tierra y los inevitables conflictos que emergen cuando el orden comunitario se resquebraja ante la irrupción de fuerzas externas.

La trama narra la historia de una comunidad rural aislada, de nombre y lugar indeterminados, que vive bajo el yugo del terrateniente local, Maestro Kent (Harry Melling). La existencia de los aldeanos está marcada por la cosecha, por los rituales que la acompañan y por un delicado equilibrio de cooperación, superstición y miedo. Todo cambia con la llegada inesperada de tres personajes que trastocan la vida del poblado: Quill (Arinzé Kene), un cartógrafo enviado para mapear las tierras; un grupo de inmigrantes —dos hombres y una mujer— a quienes se acusa injustamente de incendiar el establo del amo; y finalmente el primo de Kent, el ambicioso amo Jordan (Frank Dillane), banquero y símbolo de una modernidad que ya no necesita del trabajo comunal, sino de la eficiencia económica y la explotación privada. Cada recién llegado encarna una amenaza distinta: la ciencia que transforma el territorio en propiedad medible, la alteridad que despierta la violencia colectiva y el capitalismo que despoja a la comunidad de su modo de vida.

El corazón narrativo se sostiene en la mirada de Walter Thirsk (Caleb Landry Jones), un habitante integrado a medias en la aldea, ya que este pasa observando con creciente desazón el colapso del orden social. La interpretación de Jones es clave para el tono elegíaco de la película: su cuerpo, su rostro demacrado y su voz siempre en un registro bajo transmiten la tensión de alguien que nunca termina de pertenecer del todo. Jones evita el dramatismo fácil y apuesta por una actuación contenida, construida en silencios, en miradas huidizas y en la fragilidad de un hombre atrapado entre la lealtad a su comunidad adoptiva y la conciencia de que está presenciando el fin de una forma de vida. Su Walter es tanto testigo como víctima, un narrador involuntario que encarna la melancolía de la pérdida.

Visualmente, Tsangari confía en la textura orgánica de la cinematografía de Sean Price-Williams: los bordes irregulares de la imagen y los colores deslavados remiten a un mundo en descomposición, donde lo humano y lo natural se funden en un mismo desgaste. Las celebraciones de la cosecha, con máscaras animales y desbordes de sensualidad y brutalidad, condensan el espíritu ambivalente de la película: la vitalidad comunitaria siempre al borde del exceso autodestructivo.

La Cosecha es una meditación sobre la caída de un mundo. La comunidad no se desmorona por un único enemigo externo, sino por la suma de miedos, rencillas, culpas desplazadas y la irrupción de un nuevo orden económico. Tsangari muestra cómo lo social se sostiene en equilibrios precarios que, una vez rotos, revelan tanto la ferocidad de lo colectivo como la soledad del individuo —encarnada en Walter Thirsk, testigo melancólico de la desaparición de una forma de vida.

En este sentido, La Cosecha es mucho más que un drama histórico: es una alegoría del paso a la modernidad y de la destrucción de los vínculos comunitarios en nombre del progreso. La película de Tsangari, impregnada de suciedad, sangre seca y cánticos rituales, pone en evidencia que toda forma de vida depende de equilibrios precarios. Y cuando estos colapsan, lo que emerge no es la promesa de un futuro luminoso, sino el recuerdo doloroso de lo que se perdió en el camino.

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