El debut de Pauline Loquès, narra el tránsito silencioso de un joven parisino que, al recibir un diagnóstico de cáncer de garganta, redescubre la vida que lo rodea. La película se sostiene en la sutileza y en la interpretación profundamente humana de Théodore Pellerin.
FICM 2025 | Nino (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Pauline Loquès
Reparto: Theodore Pellerin, William Lebghil, Salome Dewaels y Jeanne Balibar
La ópera prima de Pauline Loquès, Nino, es una de esas películas que se niegan al dramatismo fácil. En lugar de gritar su tragedia, la susurra. En lugar de llorar la muerte, celebra la vida que aún palpita bajo la amenaza de la pérdida. A través del rostro introspectivo de Théodore Pellerin, el film se convierte en una meditación sobre el tiempo, la fragilidad y la intimidad, un retrato silencioso de la juventud enfrentada a su propia finitud. Loquès no busca grandes gestos, sino pequeñas revelaciones. En su aparente sencillez reside su poder.
Desde su primera escena, el tono está marcado por la contención. Nino, un joven parisino de 29 años, recibe el diagnóstico de cáncer de garganta como quien escucha un eco lejano. No hay llanto ni histeria, solo una pausa. Esa pausa es la que estructura toda la película. Loquès elige filmar el proceso interior antes que el físico: el espacio entre el diagnóstico y el tratamiento, el instante suspendido donde el cuerpo todavía no se enferma pero el alma ya ha sido tocada. Durante esos tres días previos a la quimioterapia, Nino camina, observa, se reencuentra. Vive como si cada gesto —tomar un café, mirar un puente, abrazar a un niño— fuera un último acto.
La dirección de Loquès encuentra ecos en el cine de Agnès Varda (Cléo de 5 à 7) y François Ozon (Tiempo de partir), pero su tono es más apacible, menos programático. La enfermedad no es un motor narrativo, sino una atmósfera. Nino no busca respuestas; se instala en la duda. Cada encuentro —con la madre, con el amigo, con la ex pareja— revela no tanto un pasado, sino una forma distinta de estar en el presente. Loquès filma París como una ciudad de reflejos: íntima pero inabarcable, llena de rostros que, como el de su protagonista, parecen perderse en medio del tránsito cotidiano.

Théodore Pellerin ofrece una de las interpretaciones más contenidas y poderosas del cine reciente. Su Nino no es un mártir ni un héroe trágico; es un hombre común que aprende a mirar de nuevo. Su actuación se construye en el detalle: en la respiración que se entrecorta, en las pausas antes de hablar, en la timidez con que esconde una sonrisa. Pellerin transmite el temblor de quien empieza a entender que vivir no consiste en resistir la muerte, sino en aceptarla como parte de uno mismo. Esa delicadeza interpretativa, que le valió el Premio a la Estrella Emergente en la Semana de la Crítica de Cannes, sostiene toda la película.
Visualmente, Nino es una obra de luz suave y texturas íntimas. Loquès privilegia los primeros planos y los silencios largos, acercando la cámara hasta casi tocar el pensamiento del personaje. La fotografía parece bañada por la melancolía de un otoño parisino, y en su sutileza evoca a Claude Sautet y su melancolía luminosa. El uso de la canción In the Modern World de Fontaines D.C. en el cierre no es solo un gesto musical, sino una declaración de tono: el mundo moderno sigue girando, indiferente, y sin embargo algo en Nino —y en nosotros— ha cambiado.
El gran mérito de Loquès es transformar el tópico del “cine sobre el cáncer” en una experiencia de redescubrimiento. Su mirada no busca inspirar ni provocar lágrimas, sino acompañar. Nino no dramatiza la enfermedad; la contempla, y al hacerlo, nos invita a reconciliarnos con lo efímero. En ese sentido, la película se hermana con cierta tradición espiritual del cine francés: aquella que encuentra en lo cotidiano una forma de redención.
En definitiva, Nino es un film pequeño en apariencia, pero profundo en resonancia. Pauline Loquès demuestra una madurez poco común en su debut, filmando el tránsito entre la juventud y la mortalidad con una calma casi sagrada. Y Théodore Pellerin, con su presencia silenciosa, encarna a la perfección esa paradoja de estar vivo sabiendo que el tiempo se agota. En su mirada final —mitad tristeza, mitad gratitud— se condensa todo el sentido del film: la certeza de que, incluso bajo la sombra de la muerte, hay una belleza que todavía respira.