‘Pecadores’, de Ryan Coogler, es una ambiciosa mezcla de terror gótico, western y drama criminal ambientada en el sur profundo de EE.UU., donde el blues se convierte en ritual y resistencia. La música de Ludwig Göransson es simplemente brutal.
Pecadores (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Ryan Coogler
Reparto: Michael B. Jordan, Hailee Steinfeld, Miles Caton, Jack O’Connell, Wunmi Mosaku, Jayme Lawson, Omar Miller y Delroy Lindo
Estreno en cines
Ryan Coogler ha demostrado ser uno de los cineastas más interesantes y visionarios de esta generación. Desde su debut con la cinta de realismo social y conmovedora Fruitvale Station, pasando por el drama deportivo y revitalizador de Creed, hasta el fenómeno cultural estadounidense y afrofuturista Black Panther, su filmografía revela un interés constante por explorar las fisuras del poder, la identidad afroamericana y las contradicciones de la masculinidad. Con Pecadores, su más reciente incursión cinematográfica, Coogler da un giro arriesgado hacia el cine de género, fusionando el terror gótico con el western sureño, el thriller mafioso y el musical. El resultado es una obra tan ambiciosa como desigual, profundamente estilizada, visceral en su impacto, aunque por momentos víctima de su propia grandilocuencia.
Ambientada en el sur profundo de Estados Unidos, en algún punto indeterminado entre los rugidos del blues y el crujir de las tensiones raciales previas a la guerra, Pecadores se inscribe dentro de una tradición de relatos sobrenaturales con raíces en lo cultural y lo histórico. La película se inspira libremente en la figura legendaria del músico Robert Johnson, aquel mítico bluesman que, según la leyenda, vendió su alma al diablo en una encrucijada a cambio de fama, talento y una condena eterna. Pero más allá del mito, Coogler articula una reflexión inquietante sobre la apropiación cultural, el trauma heredado y la violencia como forma de resistencia.
El joven cantautor de R&B Miles Caton debuta en el papel de Sammie, un adolescente talentoso —y casi sobrenaturalmente dotado— para el blues. Hijo de un predicador, criado entre sermones, pólvora y guitarras oxidadas, Sammie se convierte en el centro gravitacional de un bar regentado por sus primos, los gemelos Elijah y Elias Smoke, interpretados con un carisma dual e impresionante por Michael B. Jordan. Estos dos hermanos pródigos —ex mafiosos al servicio de Al Capone en Chicago— regresan a su tierra natal con un botín bajo el brazo y una mezcla de sueños de redención y ambiciones criminales. En su club, la música parece ser tanto una ofrenda como un conjuro: un espacio donde los demonios internos resuenan entre acordes y susurros etílicos.

Coogler construye, con precisión y paciencia, una primera mitad donde la tensión narrativa se sostiene en el drama de personajes: la ambigüedad moral de los gemelos, la inocencia peligrosa de Sammie, y la llegada de Mary (Hailee Steinfeld), antigua amante de uno de ellos. También tenemos la presencia de un misterioso cantante country, Remmick (un desatado y brillante Jack O’Connell), cuya fascinación por las baladas irlandesas se vuelve poco a poco más siniestra. Todo en Pecadores parece estar tocado por un aura de fatalismo: la noche cae, la música continúa, pero las sombras que acechan el bar no son meramente humanas.
Es entonces cuando la película se transforma: el realismo se quiebra, lo gótico irrumpe con fuerza, y los muertos —o algo aún más perverso— comienzan a reclamar su lugar. Este giro hacia lo sobrenatural puede desconcertar a quienes esperaban un drama histórico más contenido. De hecho, uno de los dilemas que plantea Pecadores es su propia hibridez: ¿necesita esta historia de vampiros y sangre para hablar del verdadero horror del racismo, de la explotación cultural, del abandono de los márgenes? ¿O acaso el vampiro —como figura literaria y cinematográfica— es el símbolo más perfecto del consumo parasitario que define la historia de la música negra en Estados Unidos?
Coogler no responde con ironía ni distancia, como lo hicieran Tarantino y Rodríguez en From Dusk Till Dawn, cuya estructura y ambientación evocan inevitablemente. Aquí no hay bromas ni guiños cómplices. La violencia, cuando llega, lo hace sin alivio, con una intensidad física casi operática. La sangre corre, pero no como entretenimiento, sino como denuncia. En este sentido, Pecadores es más cercana a un poema oscuro que a una película de horror convencional.

No obstante, no todos sus elementos funcionan con la misma eficacia. La mezcla de tonos —del realismo trágico al cómic pulp— a veces resulta forzada, y el tercer acto, pese a su espectacularidad visual, pierde algo de la carga simbólica que tan cuidadosamente se había construido en el inicio. Aun así, hay destellos brillantes: una puesta en escena elegante y sucia al mismo tiempo, un diseño de sonido que remite al lamento profundo del delta del Mississippi, y una escena postcréditos que extiende el mito hacia dimensiones inesperadas.
Pero si hay algo que destaca por sobre todo aquí, es el trabajo de Ludwig Göransson. Cada plano, cada escena está cargada por una partitura musical que eleva el contenido de la película. Las notas de Göransson son un personaje más dentro de la trama, ya que la música se convierte en la pieza clave de Pecadores.
En definitiva, Pecadores es una obra imperfecta pero valiente, que reafirma a Ryan Coogler como un cineasta dispuesto a tomar riesgos formales y narrativos. Es una película que no teme ensuciarse las manos con el fango de la historia, con los demonios de la cultura y con los cuerpos que se sacrifican al ritmo de una guitarra blusera. Puede que no convenza a todos, pero sin duda marca un nuevo territorio para el cine afroamericano contemporáneo: uno donde el horror, la poesía y la política no son excluyentes, sino elementos del mismo conjuro.