Steve | Review

Tim Mielants crea un intenso retrato sobre el colapso emocional e institucional en la Inglaterra de los noventa donde Cillian Murphy interpreta a un director de un reformatorio que, mientras intenta salvar a sus alumnos, se hunde en su propia crisis.
Steve (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Tim Mielants
Reparto: Cillian Murphy, Tracey Ullman, Jay Lycurgo, Simbi Aijkawo y Emily Watson
Disponible en Netflix

Con Steve, Tim Mielants y Cillian Murphy consolidan una colaboración creativa que se desplaza de la contención y el lirismo de Small Things Like These hacia una estética opuesta: un drama explosivo, nervioso y visceral que convierte el caos cotidiano en un manifiesto emocional. Basada libremente en la novela corta Shy (2023) de Max Porter, la película reformula su punto de vista original —centrado en el adolescente que le da título al texto literario— para desplazar el eje narrativo hacia Steve, el director del reformatorio, interpretado por Murphy con una entrega tan física como espiritual. Este cambio no solo transforma la historia, sino que amplía su alcance: Steve se convierte en una radiografía del colapso de una institución, de un sistema y de un hombre que intenta contener una violencia que también lo habita.

La película se desarrolla en el transcurso de un solo día, una decisión formal que intensifica la tensión y convierte la narrativa en una espiral de agotamiento, un bucle donde el tiempo parece avanzar solo para reiterar la imposibilidad del cambio. En este espacio asfixiante —el reformatorio Stanton Wood, en la Inglaterra rural de 1996— Mielants construye un microcosmos del desamparo social. El contexto político, marcado por el desgaste del gobierno conservador y el desmantelamiento de los servicios públicos, se filtra en cada plano como una atmósfera contaminada. La inminente clausura de la escuela y el retiro de fondos no son solo un conflicto administrativo, sino una metáfora de la erosión institucional de la empatía.

Robrecht Heyvaert, el director de fotografía habitual de Mielants, filma Stanton Wood como si fuera un cuerpo enfermo: los pasillos húmedos, las paredes agrietadas y los planos cámara en mano transmiten una sensación de descomposición moral y física. Esta textura granulada, potenciada por los insertos del equipo televisivo de la BBC, articula una doble mirada: la del documentalismo institucional que busca domesticar la realidad para consumo mediático, y la del cine de Mielants, que la devuelve a su crudeza, sin filtro. La cámara del noticiero —que se infiltra en los dormitorios, filma a los chicos sin permiso, busca el espectáculo del descontrol— es un espejo de la mirada pública que patologiza la marginalidad juvenil, mientras la cámara de Mielants, nerviosa y empática, intenta restituir humanidad donde el sistema solo ve riesgo.

Murphy encarna a Steve con una precisión casi entomológica: su cuerpo es el registro del desgaste, su rostro un mapa de grietas. Desde su primera escena —hablándole incoherentemente a un dictáfono—, el personaje parece habitar un limbo entre la cordura y la autodestrucción. Si Small Things Like These exploraba el silencio como forma de resistencia, Steve lo reemplaza por el ruido: el ruido interior de un hombre que intenta sostener una estructura que ya se derrumba sobre él. Murphy interpreta a Steve como un antihéroe trágico, un reformador que se ha convertido, sin notarlo, en aquello que combate. Su estallido violento ante la noticia del cierre del centro —cuando amenaza con estrangular al presidente del consejo— no es un exceso, sino la síntesis de su deterioro moral: el director se vuelve uno de sus propios internos, víctima de la misma furia que debía contener.

En paralelo, Shy (Jay Lycurgo) emerge como la sombra del protagonista, su doble adolescente. Ambos son figuras heridas que canalizan el trauma de maneras opuestas pero complementarias: Shy, a través del ruido —la música drum and bass que inunda su cabeza como una catarsis eléctrica—, y Steve, mediante el alcohol y la represión emocional. Mielants construye una relación casi espectral entre ellos, donde cada gesto del joven parece anticipar el destino del adulto. No es casual que el film lleve el nombre de Steve: Porter y Mielants reescriben la historia de Shy desde la perspectiva del fracaso adulto, subrayando que el ciclo de violencia institucional no nace en los jóvenes, sino en las estructuras que los moldean.

Steve no busca ofrecer redención ni esperanza fácil. La aparente nota final de calma —una voz en off del protagonista recordando a sus chicos con una ternura inesperada— no es tanto un cierre como una tregua. Mielants, fiel a su estilo, deja abiertas las heridas. La institución desaparece, pero las preguntas permanecen: ¿qué lugar tiene la empatía en un mundo que mide su eficacia en términos de productividad? ¿Cómo se puede cuidar sin destruirse en el intento?

La película dialoga así con una genealogía del cine británico social —de Ken Loach a Alan Clarke—, pero con una energía contemporánea que combina realismo con un caos estético cercano al gonzo drama. El resultado es un retrato incómodo de la vulnerabilidad masculina, un estudio del agotamiento como condición política y un testimonio de que, a veces, la locura no es una desviación, sino una forma de lucidez frente al derrumbe del mundo.

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