Un pastel para dos retrata la dignidad silenciosa de Mahin, una viuda iraní de 70 años que desafía la soledad y la represión moral buscando reconectar con el amor y la libertad perdida de su juventud.
Un pastel para dos (2024)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Maryam Moghadam y Behtash Sanaeeha
Reparto: Lili Farhadpour, Esmaeel Mehrabi y Mohammad Heidari
Disponible en Mubi
Hay películas que se escriben sobre la piel de quienes las crean, aún cuando sus autores sean silenciados. Películas que se vuelven, sin pretenderlo, testimonio y resistencia. Esta historia, tejida con la dulzura de lo cotidiano y la soledad persistente de la vejez, es un canto tenue, pero feroz, a la libertad íntima que sobrevive incluso bajo la bota de un régimen represivo.
Mahin es, a sus 70 años, una mujer casi transparente para la maquinaria moralista que regula la respiración de las mujeres en Irán. Viuda, madre a distancia, jardinera de su propio aislamiento, parece encarnar esa imagen de resignación silenciosa que muchos esperan de una mujer que ha “cumplido” con su papel social. Pero bajo la capa de costumbres, bajo el pañuelo impuesto, late todavía la memoria de una juventud vivida a la luz —cuando el cabello se soltaba sin miedo y la música era un pasaporte a la alegría. Esta chispa, que resiste en lo profundo, es el verdadero núcleo de la película: el retrato de una dignidad que no necesita grandilocuencia para ser radical.
Es significativo que los cineastas, Maryam Moghaddam y Behtash Sanaeeha, fueran prohibidos de viajar para presentar su obra, y que sus oficinas fueran saqueadas como si la ternura fuera contrabando. Tal vez lo es: cuando un Estado teme una historia que celebra el derecho de una mujer mayor a reencontrar el deseo y la risa, es porque sabe que toda represión se desmorona cuando se toca el alma humana. La amable humanidad de Mahin, que decide buscar compañía sin pedir permiso, es una afrenta mucho más peligrosa que mil discursos incendiarios.
Cada secuencia cotidiana —regar las plantas, reírse de las dolencias compartidas, intercambiar banalidades por FaceTime con una hija que ya vive otro mundo— se vuelve una plegaria fílmica. No hay melodrama: hay un vacío que se va llenando, muy de a poco, con pequeños actos de insurrección doméstica. Tomar un café en un hotel que ya no existe como lo recuerda; mirar de frente a la policía moral; invitar a un hombre a casa. A ojos de la autoridad, son gestos imperdonables; para Mahin, son la restitución de un derecho: volver a sentir.
En la figura de Faramarz, ese taxista veterano y músico silenciado, Mahin encuentra un espejo. Ambos han sido castigados por la vida y por el Estado por amar la música, por bailar, por existir con una leve irreverencia. Cuando se reúnen en la intimidad de la casa de ella, entre vino y pastel, es como si dos exiliados del tiempo volvieran a su patria común: la libertad de ser vulnerables. El encuadre gira con ellos mientras bailan, y en ese lento giro, la cámara revela la grieta luminosa en el muro de la represión.
La película no necesita proclamar grandes consignas. Su rebeldía se condensa en la mirada de Mahin, en su cabello visible, en su negativa a dejar que la soledad sea su condena. Es un recordatorio de que la opresión más eficaz no es la que encarcela cuerpos, sino la que clausura sueños. Mahin, con su modesto vestido, su jardín que florece en la penumbra de Teherán, y su deseo de amar a los setenta, desarma esa estrategia sin levantar la voz.
Quizás por eso el régimen de Irán le teme tanto a este producto. Ya que, Mahin representa un figura que recuerda un pasado sin velos, música sin censura, amores sin permisos. Y mientras haya una chispa que se atreva a bailar, habrá historias que seguirán naciendo, aunque tengan que esconderse en discos duros, viajar de contrabando o cruzar fronteras para ser vistas. La represión es torpe porque subestima la memoria. Y la memoria, a veces, se parece mucho a una mujer que se mira al espejo, sonríe y decide que aún no es tarde para ser feliz.